Argentina: prisión
domiciliaria a genocidas
Lucía Bertoia, Politóloga, para Revista
Sin Permiso
Fuente
Miguel Etchecolatz es uno de los 151 militares que
desde 2015 salieron de la cárcel, entre otras razones, para cumplir prisión
domiciliaria. Instalado en un barrio residencial de Mar del Plata, ya recibe
los escraches de vecinos y organismos de DDHH. Condenado cuatro veces a
perpetua por torturas, robo de bebés y violaciones, su figura causa temor
porque es dueño de un poder residual que sigue influyendo en decisiones
políticas, judiciales y policiales.
Tres habitaciones.
Dos baños. Cocina. Comedor. Quincho. Altillo. Patio descubierto. Cámara de
monitoreo y sistemas de alarmas ADT. Esas son las comodidades de las que goza
el represor en su chalet del Peralta Ramos –calle Nuevo Boulevard entre Tobas y
Guaraníes-, según el informe socioambiental del Servicio Penitenciario Federal
y de la comisaría 5ta. de Mar del Plata.
Gracielita, su
mujer, vivió sola en el caserón hasta el 29 de diciembre pasado. Seguro que esa
noche no durmió, ¿o sí? Antes del amanecer volvió a habitarla junto con su
marido.
El lobo, en el bosque
Apenas se enteraron
de que el genocida Etchecolatz había sido beneficiado con la prisión
domiciliaria, los vecinos de ese laberinto de eucaliptus ondulantes, pinos y
cipreses les escribieron a Paula Piriz y a Ana Pecoraro, hijas de
desaparecidos, para hacer algo. Así se armó volando un grupo de WhatsApp que
motorizó las manifestaciones de repudio de este fin de semana.
Durante la del
viernes, en pleno acto, Paula alcanzó a ver que una persona (¿una figura
fantasmagórica? ¿Era Etchecolatz?), detrás de una ventana les sacaba fotos. El
sábado a la tarde, el foco de atención se deslizó desde Tribunales hasta la
famosa rambla. Participaron unas 40 mil personas: sumaban 25, 30 cuadras de
gente pidiendo que se dé marcha atrás a la decisión judicial y se fije la fecha
del juicio por los crímenes el Pozo de Banfield. Una bandera decía: “La única
casa para un genocida es la cárcel”.
El domingo, el
escrache volvió al barrio. El recorrido incluyó una escala en la casa de quien
fuera el mandamás del Pozo de Banfield, Juan Miguel “el Nazi” Wolk. Y después
siguieron a destino, hacia el chalet blindado por un portón verde y custodiado
por la Bonaerense y Prefectura. Los manifestantes, convocados por HIJOS,
desplegaron su ya mítico pero igual de impactante siluetazo. La figura de un
bebé preguntaba: “¿Dónde está Clara Anahí?”.
Doscientos cuarenta
y siete son los represores que comen, duermen y guardan silencio sobre sus
crímenes en las cárceles federales de la República Argentina. Entre 2015 y lo
que va de 2018, la población carcelaria del pabellón de lesa humanidad bajó de
398 a 247: es decir, 151 abandonaron la prisión porque murieron, purgaron su
pena o les otorgaron domiciliaria. En ninguno de esos casos nació un repudio
tan extenso como el que generó la vuelta a casa de Miguel Osvaldo Etchecolatz a
fin de año pasado.
Etchecolatz es, sin
dudas, uno de los más encumbrados integrantes del hall de la condena social en
el país. Dijo que volvería a matar si fuera necesario. Exhibió en un papelito
el nombre del albañil que lo denunció ante la justicia -y por eso volvió a
desaparecer-. Se les burló en la cara a los familiares que buscan, desde hace
décadas, a quienes él se chupó. Inventó huelgas de hambre con apoyo de médicos
y penitenciarios para salir de la cárcel. Amenazó a testigos, jueces y
abogados. Se mostró escoltado por las caras visibles de la maldita policía y de
los grupos de ultraderecha.
¿Por qué un ex
Bonaerense entra a ese hall junto a los máximos jefes de la última dictadura?
Porque está directamente vinculado a la desaparición de Julio López, se
vanagloria de sus crímenes, fue jefe directo de la represión en la provincia de
Buenos Aires, el intelecto de lo que ocurría en 21 campos de concentración, y
un militante del negacionismo.
Durante el fin de
semana agitado, Etchecolatz hasta recibió visitas que, en teoría, no pudo
atender. El dirigente marplatense Carlos Pampillón, del grupo neonazi Fondo
Nacional Patriótico, contó en su Facebook que no pudo entrar a saludarlo pero
le dejó un saludo a través de los gendarmes que están en la puerta, con los que
se quedó charlando un rato.
Su oposición no logra conmovernos
La tarde del 27 de
diciembre se supo que el Tribunal Oral Federal (TOF) 6 de la Capital le había
dado la domiciliaria al ex director de Investigaciones de la policía de la
provincia de Buenos Aires. La TOF lo hizo, al tiempo que lo juzga por los
crímenes en la División Cuatrerismo de La Matanza y la Comisaría I de Monte
Grande. Cuando se enteró, la abogada Guadalupe Godoy recordó aquella volanteada
de un 6 de enero, tantos años atrás, hecha con la Liga Argentina por los
Derechos del Hombre (LADH) para avisarle a la gente del Bosque marplatense que
había un asesino suelto entre ellos. Entonces, Etchecolatz huía a su chalet
escapando de los escraches que lo asediaban en Buenos Aires.
Esa misma tarde de
2018, Guadalupe Godoy y Emanuel Lovelli, su colega de Abuelas de Plaza de Mayo
en La Plata, presentaron un escrito pidiéndoles a los jueces que revisaran el
lugar de cumplimiento de la pena. ¿Por qué en el bosque, y por qué, además,
sobre la misma calle en la que vivía una de sus víctimas? Los magistrados
respondieron que era un pedido extemporáneo. En Capital Federal, el TOF6 le
contestó a la fiscal Ángeles Ramos que su oposición a la domiciliaria no
lograba conmoverlos. Para Guadalupe Godoy, está claro que en los últimos dos
años se tejió un plan de impunidad. Lo dice porque Etchecolatz estuvo a punto
de salir de la cárcel en 2016, por el goteo de represores en domiciliaria, por
el 2×1 de la Corte Suprema. “Tienen el plan, pero se encuentran con una pared
una y otra vez. No tienen forma de dar cierre”.
En la noche del 28
de diciembre, Etchecolatz salió del Hospital Penitenciario Central (HPC) de
Ezeiza rumbo a Mar del Plata donde lo esperaba su garante, Gracielita.
Cómo zafar de 23 años de cárcel
Ella tenía 40 años
cuando sufrió unas amenazas por un pleito laboral. Decía que le aflojaron las
tuercas de las ruedas del auto, quería saber si escuchaban sus conversaciones.
Primero consultó a un abogado, quien le sugirió que buscase la respuesta más allá
del brazo de la justicia.
—¿Por qué no ve a
una persona que yo conozco?
Con su mamá,
Graciela Luisa Carballo fue a la agencia de seguridad que en 1989 comandaba el
que fuera el número dos en la represión en la provincia de Buenos Aires durante
los primeros años de la última dictadura. Le contó lo que le pasaba.
—Vos tenés un
riesgo serio —le contestó el comisario retirado.
Ella hablaba más
que él cuando empezaron a frecuentarse. Conoció a su hijo y a su perro, que fue
la prenda de unión entre los dos. Al año siguiente, Gracielita se había casado
con Miguel Osvaldo Etchecolatz, según le contó en una entrevista a Fabián
Kussman, editor de una agencia de noticias de los represores, hijo del
comisario retirado Claudio Kussman, acusado por delitos de lesa humanidad en
Bahía Blanca.
Cuando se casaron,
Etchecolatz gozaba de las bondades de la Ley de Obediencia Debida, sancionada
en junio de 1987 y que lo arrancó del penal de Magdalena. En abril de 1986, la
Cámara Federal –el mismo tribunal que en 1985 había condenado a los integrantes
de las tres primeras Juntas Militares– había ordenado su detención para ser
juzgado en el marco de la causa 44 junto a su jefe, Ramón Camps. Los jueces lo
condenaron a 23 años de cárcel, pero la Corte Suprema sacó un fallo días después
de la sanción de la Obediencia Debida en el que validó la amnistía y ordenó la
libertad para Etchecolatz y otros integrantes de su patota.
Una investigación a
cargo del juez Juan Ramos Padilla determinó que Etchecolatz y Camps habían
atizado desde la cárcel el levantamiento de Semana Santa que derivó en la
sanción de la ley, pero la causa no pudo avanzar por falta de impulso de los
fiscales. Mantenerse activo, incluso en la cárcel, iba a ser siempre uno de sus
mayores atributos.
“Yo me casé con un
hombre prácticamente civil,” dice Gracielita. Cuando lo conoció, Etchecolatz ya
llevaba casi diez años fuera de la Bonaerense. Había pedido su retiro en 1979.
Después de eso incursionó en los servicios de seguridad privada. Fue contratado
por la empresa Bunge y Born. “Etchecolatz trabajaba con nosotros en la época de
Alfonsín”, le dijo Jorge Born a la periodista María O´Donnell. “Era un
perverso, sí… Yo no conocía mucho de sus líos, pero él te justificaba todo
porque decía que era una guerra”.
Religioso –como lo habían
formado cuando era pupilo en el colegio San Antonio-, Etchecolatz iba a las
misas que organizaban desde Familiares y Amigos de Muertos por la Subversión
(FAMUS), la organización que reivindicaba en la transición lo actuado por las
fuerzas durante la dictadura. Era referente del Movimiento Policial (MoPol), un
grupo de choque de la Bonaerense surgido en 1973 con reivindicaciones
sectoriales.
Con su silencio sigue matando
El próximo juicio
que debería realizar el TOF1 de La Plata con Etchecolatz en el banquillo es por
los crímenes en el Pozo de Banfield, el infierno que funcionaba en las calles
Luis Vernet y Siciliano del partido de Lomas de Zamora. “En el Pozo, la mayoría
éramos adolescentes o embarazadas”, recuerda Pablo Díaz, víctima de La noche de
los lápices.
Marta Ungaro es la
hermana de Horacio, otro de los chicos secuestrados en ese operativo. “Lo
importante es que los juicios se sigan haciendo: que fijen fecha para el del
Pozo de Banfield”, insiste. Para ella, la domiciliaria de Etchecolatz refuerza
el dolor que le provocó que le dieran ese beneficio a Juan Miguel “el Nazi”
Wolk, jefe de ese centro clandestino y responsable de la desaparición de su
hermano. Wolk vive a un par de cuadras de Etchecolatz en Mar del Plata y hasta
fue retratado entrando las compras del supermercado en la puerta de su casa.
Por eso el escrache también se realizó frente a su cárcel de lujo.
“Es angustiante ver
la capacidad que sigue teniendo un personaje de esta calaña. Si uno piensa
cuánto poder manejaba estando preso, cuánto más estando en la casa”, relaciona
Walter Docters. Walter declaró en su contra en los juicios que se hicieron en
2006 y 2012. “Estar frente al verdugo siempre es difícil, pero mi decisión es
pelear. No lo hacemos porque somos valientes, lo hacemos en defensa propia: es
la única forma de ponerles freno.”
Emilce Moler tenía
17 años cuando la secuestraron en su casa. Sus captores dudaron: era demasiado
menudita para ser la estudiante de Bellas Artes que estaban buscando. Ella,
hija de un policía, también fue parte de la Noche de los Lápices. “Mi papá le
había hecho un sumario por chorro cuando estaba en actividad. Etchecolatz sabía
bien hija de quién era”, recuerda 41 años después.
Desde que declaró
contra él en 2006, empezaron las amenazas y se convirtió en testigo protegida.
“Cuando dicen que es pasado, yo digo que es presente porque a mí me monitorean
y me llaman todos los días para ver si estoy bien.”
La llegada del
policía a Mar del Plata es una irrupción más en su mundo. Su familia vive en la
ciudad balnearia. Ella es docente en la universidad y dirige un grupo de
investigación en matemáticas. Como educadora siempre habla de calidad
educativa. “Calidad educativa es que los genocidas no caminen por las calles.
Nosotros luchamos para que te puedas sentar a tomar un café sabiendo que no
tenés un genocida al lado. Es nuestro límite.”
A nadie se le
ocurriría indultar a una persona que, aunque sea mayor, sigue matando, insiste
Emilce. “Etchecolatz, con su silencio, continúa cometiendo delitos: no decir
dónde están los compañeros y qué hicieron con los nietos”.
El asesino del revólver de juguete
La pesadilla
arrancó en 1997, le confió Gracielita a Kussman. Ese año, Etchecolatz escribió
el libro La otra campana del Nunca Más, una obra
destinada a polemizar con el informe de la Comisión Nacional sobre la
Desaparición de Personas (Conadep) y a reivindicar como un sacrificio lo hecho
durante el terrorismo de Estado.
“Nunca tuve ni
pensé, ni me acomplejó culpa alguna… ¿Por haber matado? Fui ejecutor de la ley
hecha por los hombres. Fui guardador de preceptos divinos. Por ambos
fundamentos volvería a hacerlo”, escribió.
Ese mismo año tuvo
un cara a cara con el diputado socialista Alfredo Bravo, quien denunció a
Etchecolatz como uno de sus torturadores, en el programa Hora
Clavede Mariano Grondona. Cínico, le preguntaba a Bravo en qué
había consistido la tortura y se atrevió a decirle que la “crucifixión” era un
tratamiento para los callos en los pies. Bravo recordó las nueve sesiones de
tormentos a las que fue sometido y un reclamo que escuchaba: “Maestro, escupa
todo y no guarde nada”.
Miguel Bonasso fue
uno de los que se cruzó telefónicamente con el ex jefe de la Bonaerense. Lo
acusó de violar a Lidia Papaleo, dueña de Papel Prensa tras la muerte en un
supuesto accidente de avión de su marido, David Graiver. “Hubiera sido un
privilegio”, espetó Etchecolatz.
Grondona le
preguntó si era un cínico o un fanático. Ni uno ni lo otro, respondió el
comisario retirado. “Yo no me asocio a esas categorías de fanáticos o arrepentidos”,
dijo. Así se mostró distante del camino emprendido por represores como el
sargento Víctor Ibáñez o el capitán Adolfo Scilingo que al decidirse a hablar,
en 1995, abrieron el camino para tibias autocríticas de las fuerzas armadas.
La pesadilla de la que
habla Gracielita vino en forma de escrache.
En septiembre de
1998, alrededor de mil personas – convocadas por la agrupación HIJOS — llegaron
lo más cerca que el vallado les permitió del edificio de Pueyrredón 1035, donde
vivían Etchecolatz, Gracielita y su suegra. Desde el departamento del comisario
les dieron la bienvenida arrojándoles harina y elementos de cotillón –según la
crónica de Victoria Ginzberg en Página/12-. El escrache terminó con una
persecución de los manifestantes que llegó hasta la sede de Marcelo T. de
Alvear de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires
(UBA), donde efectivos policiales ingresaron para disparar gases lacrimógenos.
En enero del año
siguiente, Etchecolatz paseaba a su pastor inglés por una plaza del barrio
cuando un grupo de pibes le gritaron “asesino” y corrieron a comprar huevos
para arrojárselos. Sacó un arma y los amenazó. Etchecolatz dijo que era una
pistola de juguete. La justicia le creyó y lo absolvió en mayo de 2001. A las
audiencias de ese juicio, Etchecolatz iba escoltado por Norberto Cozzani – uno
de los integrantes de su patota – y por los integrantes de la agrupación
Custodia, un grupo de choque ultracatólico.
Después del
episodio de la plaza, el represor se mudó a su Azul natal, escapando del
repudio social. Próximo destino: Mar del Plata. Hasta 2004 cumplió detención
domiciliaria en la casa del Bosque Peralta Ramos por un caso de robo de niños.
Ese año, el juez Arnaldo Corazza ordenó su detención en la cárcel de Devoto, de
donde fue excarcelado por órdenes de la Cámara Federal de La Plata. La filial
de HIJOS Mar del Plata lo recibió con un escrache que prácticamente destruyó la
fachada de la casa y el auto Palio que allí estaba estacionado.
El fin de la domiciliaria anterior
Después de la
nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, Etchecolatz fue el
primer represor en sentarse en el banquillo de los acusados.
El mismo día del
inicio del juicio, Alejo Ramos Padilla, quien en ese momento representaba a
María Isabel “Chicha” Chorobik de Mariani, pidió que le revocaran la
domiciliaria porque tenía en su poder un arma de fuego. ¿Cómo lo sabía? Porque
él mismo la había visto y había forcejeado con el represor.
En 2001, llegaron
Ramos Padilla (padre) junto a sus hijos Alejo y Juan Martín, y una oficial de
justicia al departamento de la calle Pueyrredón donde vivía Etchecolatz. Ramos
Padilla quería embargarlo porque nunca le había pagado los honorarios por el
juicio que le había ganado por las calumnias contra Alfredo Bravo.
—¿Este piano de
quién es?
—De mi suegra.
—¿Este televisor?
—De mi mujer.
La oficial de
justicia encontró una charretera y le preguntó: “¿Esta también es de su
mujer?”. Etchecolatz buscó algo en el dormitorio que resultó ser un arma y le
contestó: “No, y ésta tampoco”.
—¿Funciona? —le
preguntó Ramos Padilla padre.
—Por supuesto.
Tengo blanco —respondió el represor apuntándole. ¿Dónde lo quiere: en el pecho
o en las piernas?
Alejo –por entonces
abogado y hoy juez federal de Dolores- se tiró sobre Etchecolatz para
arrebatarle el arma. Tenía claro que para Etchecolatz su padre era un enemigo.
En la casa de los Ramos Padilla, ya le reconocían la voz cuando llamaba para
amenazarlos. Gracielita, de hecho, lo define como su “principal perseguidor”.
Forcejeó mientras escuchaba los gritos del padre, de su hermano menor y de la
oficial de justicia. Le sacó el arma – y, en 2006, logró que el represor
volviera a la cárcel.
Agenda perpetua
“No es este tribunal
el que me condena, son ustedes”, le dijo Etchecolatz mirándolo a los ojos al
juez Carlos Rozanski antes de escuchar su primera sentencia a perpetua el 19 de
septiembre de 2006. “Yo sé que no tendrán vergüenza de condenar a un anciano
enfermo, sin dinero y sin poder.” Miró al techo y besó la cruz que le colgaba
del cuello.
Julio López nació
en 1929, el mismo año que Etchecolatz. Sus compañeros en la querella de
Justicia YA! se referían a él como “el viejo”. Albañil. Peronista. En 1973, se
acercó a la unidad básica que funcionaba cerca de su casa en Los Hornos, un
barrio de La Plata en el que el asfalto todavía cede lugar al barro.
En octubre de
1976, una patota al mando del propio Etchecolatz llegó a la casa del testigo y
lo secuestró. “Si lo llegan a encontrar, llámenme, que yo lo voy a reconocer”,
le prometió a Rozanski durante su declaración testimonial.
Etchecolatz
no se quedaba quieto ni aun preso. Ya lo había entendido el juez Juan Ramos
Padilla en los años ’80. La desaparición de López se los había enseñado a los
jóvenes querellantes que el represor hostigaba.
En la víspera del
24 de marzo de 2007, el juez Corazza – entonces a cargo de la desaparición del
testigo y querellante– ordenó allanar el penal de Marcos Paz. En la celda de
Etchecolatz encontraron manuscritos en los que analizaba la acusación.
“Solamente procurar que alguien caiga en falso testimonio”, decía uno de ellos.
Los periodistas Werner Pertot y Luciana Rosende se preguntan en su libro Los
días sin López si el
elegido no fue el albañil de Los Hornos. Y también, en base a los datos de un
agenda encontrada durante el mismo procedimiento, trazaron los nombres de sus
principales contactos:
—El arzobispo de La
Plata, Héctor Agüer, quien cada tanto emerge de las tinieblas con declaraciones
en contra del aborto, los homosexuales y a favor de la reconciliación.
—Jorge Gristelli.
Junto a su hermano mellizo, Marcelo, conformaron la Agrupación Custodia, un
grupo de choque ultracatólico que proveía de guardaespaldas a Etchecolatz.
—La Nueva Provincia,
el diario conservador en manos de la familia Massot.
—Edgardo
Mastandrea. Excomisario condenado en 2015 por delitos de lesa humanidad. Fue
asesor en seguridad de Elisa “Lilita” Carrió. Fue una de las caras visibles de
“Los Sin Gorra”, un movimiento de policías exonerados que se opusieron a la
reforma de León Arslanian en 1998. Cuando desapareció López, Arslanian ejercía
su segunda gestión al mando del ministerio de Seguridad provincial.
—Luis Patti.
Excomisario, exintendente de Escobar y condenado por delitos de lesa humanidad.
—Milton Pretti,
torturador del Pozo de Banfield. Su hija, Rita, pidió a la justicia dejar de
llevar su apellido en 2005. Su caso fue invocado por Mariana para dejar de
portar el apellido Etchecolatz.
—Cristian Von
Wernich. Capellán de la bonaerense. Fue el segundo en ser enjuiciado en La
Plata por crímenes de lesa humanidad después de Etchecolatz.
Gracielita no
estaba en Mar del Plata en la madrugada del 18 de septiembre de 2006, cuando
desapareció López. Su teléfono se activó varias veces en La Plata. Lo mismo
sucedió con el que estaba a nombre de su madre, Marciana Lescano. Hablaron con
un cabo segundo de infantería de marina, cuyo CV había sido encontrado en la
celda de Etchecolatz durante el allanamiento.
Para la abogada
Guadalupe Godoy, que en estos casi doce años fue una de las más activas
impulsoras de la investigación por la desaparición de López no hay duda de que
Etchecolatz, por lo menos, cumplió un rol a la hora de seleccionar un blanco
para frenar los juicios que recién empezaban a caminar. “Lo que le molestaba de
López es que el resto de las imputaciones eran por su lugar en la cadena de
mandos, pero López lo ponía en el rol de autor material”.
La justicia reversible
El Poder Judicial
no cambió en los últimos años, dice Carlos Rozanski, quien el año pasado
renunció como juez federal y desde hace décadas conoce al monstruo por dentro.
“Si no ubicamos al Poder Judicial en el lugar ideológico en el que está no se
va a poder entender por qué cuando cambia el contexto, cambian las decisiones.”
Rozanski se
encontró por primera vez frente a frente con Etchecolatz en 2004 en el juicio
por robo de bebés. En 2006, lo condenó por primera vez a prisión perpetua por
los crímenes cometidos en el marco del genocidio que tuvo lugar en el país
entre 1976 y 1983. Escuchó sus provocaciones, sus amenazas, lo vio estrujar un
papelito con el nombre de Jorge Julio López el día de la sentencia por crímenes
cometidos en La Cacha, otra de sus cuatro condenas a perpetua. Escuchó,
también, al director del Hospital Penitenciario Central denunciar que
Etchecolatz lo había amenazado de muerte después de que el médico respondiera
que el centro sanitario podía darle la atención médica que necesitase y que,
por lo tanto, no había necesidad de que se fuera a la casa.
En 2006, escribió
que Etchecolatz no podía pasar ni un solo día de los que le restaban de vida en
otro lugar que no fuera la cárcel. Lo sostiene para ese caso y para todos los
condenados por delitos de lesa humanidad, lo que lo llevó a polemizar – incluso
públicamente – con sus colegas del tribunal.
“Nunca creí que iba
a estar en libertad o en su casa — reconoce el jurista. Yo dije que el proceso
de justicia era irreversible. Hoy tengo dudas de esa irreversibilidad. Lo que sí
ratifico es la conciencia de la gente que está a favor de la justicia.”
La imposibilidad de vivir juntos
Hace casi 20 años
que la mamá de Paula Piriz, una de las mujeres que tejió el enjambre por
WhatsApp que terminó en escrache, vive en el Peralta Ramos. Su bosque.
Ama ese lugar. Piensa quedarse toda su vida ahí (“Si no se llena de genocidas”,
dice Paula). Desde 2014, también está ahí su papá.
Luis Julio Piriz
desapareció en mayo de 1976. Era médico y periodista. Militaba en el Partido
Revolucionario de los Trabajadores (PRT). En 2004, Paula se acercó al Equipo
Argentino de Antropología Forense (EAAF) para dejar su sangre. “Necesitaba
saber qué había pasado, conocer su destino final”, cuenta. En 2013, le avisaron
que habían encontrado sus restos a la vera del arroyo Sarandí en Avellaneda.
Paula, su mamá y su
hermana fueron hasta Pinamar y dejaron un puñado de las cenizas de su padre. Su
hermana, que tiene recuerdos más nítidos de cuando eran chiquitas, recuerda que
allí fueron muy felices. Las tres mujeres quisieron que el resto de las cenizas
se quedaran en Mar del Plata. El 18 de febrero de 2014 –el día del cumpleaños
de Paula–, plantaron un nogal en el patio familiar y allí le dieron sepultura a
Luis. De la ceremonia participaron también los nietos. “El tenía esa idea de
desalambrar, por eso plantamos el árbol ahí: para que todos los vecinos puedan
agarrar sus frutos.” Una forma poética de vencer a la muerte.
Todavía esperan que
el nogal empiece a dar lo suyo, pero hay algo que cambió. La libertad que se
respiraba ya no está. “Que este tipo, Etchecolatz, esté en el mismo bosque que
mi viejo no me lo banco”, dice Paula. “Yo sentía que era una historia cerrada,
pero no.”
La reparación nunca
termina de concretarse, ni siquiera sepultado los nombres de ciertos hombres.
Como cuando se murió Videla, en mayo de 2013, y los vecinos de Mercedes, su
ciudad natal, se organizaron para oponerse a que el cadáver del dictador fuera
enterrado allá. Al final, según informó el diario Clarín, tanto Jorge Rafael
Videla como Emilio Eduardo Massera fueron inhumados en el cementerio de Pilar,
a 500 metros de distancia uno del otro y con placas que llevan otros nombres.
Para Valentina
Salvi, investigadora del Conicet y directora del Núcleo de Estudios sobre
Memoria del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES), la magnitud que
adquirió este caso se relaciona con el carácter extraordinario que los
represores tienen a nivel popular. “Hay una condena moral que excede a la
judicial. En términos sociales, se presenta como la imposibilidad de volver a
vivir juntos. Su lugar en la sociedad es un lugar de extranjero. Aparece la
idea de que es necesario construir una frontera que los separe de ellos”.
Fuente: Revista Sin Permiso
Comentarios
Publicar un comentario