El
Prometeo Fabrice
Sin
prevenciones Fabrice encadenó su decoro al escritorio en donde reposaba desde
hacía varios meses el vetusto ordenador personal, incluyó los épicos cronopios
que durante los últimos cinco años apuntara al margen del texto cardinal y
comenzó a bocetar su íntimo culto a Prometeo, acaso una peculiar metamorfosis,
procurar reconocerse como invención y novedad. Dejó parcialmente de lado las
vulgaridades ligadas al sentido común como ser ordenar prendas en las maletas,
viajar sin carta cierta, modificar su estética, cambiar de sexo, hasta
desaprender el idioma para reemplazarlo por uno extranjero, por el momento
ellas no formaban parte de la fórmula. La transmutación debía incluir incisos
nunca antes sometidos al escarnio que proponen tanto la controversia como la
incompetencia. Por caso la memoria y la cultura, y ésta desde lo antropológico,
es decir hábitos y costumbres, desde luego que las bellas artes y la ciencia no
podían ni debían ser omitidas. La necesidad de deconstruirse para destruirse
con eficacia sin llegar al absurdo límite de un no retorno, para más tarde y
como final de juego volver a construirse metódicamente sin dejar inciso de
lado.
Durante
las primeras semanas Fabrice inició el proceso escrutando su moral y su ética.
El asunto no hendía por exhibirse banalmente despiadado, era necesario
internalizar la perversión hasta ubicarse dentro de los mundos de la psicopatía
más extrema, ausente de toda conciencia y vergüenza. Cada acción debía ser
minuciosamente pensada, desde el sabotaje a las instalaciones de las viviendas
linderas, pasando por la desaparición de las mascotas de sus vecinos hasta la
propia muerte de algún parroquiano de la cuadra. Y siempre, como eficaz
coartada, exponiendo su agradable imagen como auxilio y testimonio del acertijo
a descifrar. Una vez concluida la primera etapa el devenir fue más sencillo
debido a que la moral, usualmente, acostumbra a podar nuestros más bajos
instintos. Sin su onerosa carga la espontaneidad afloraría naturalmente.
Los seis
meses siguientes los invirtió para proveerse de una dosis terminal de sentido
común. Para ello y al igual que el señor Chance en el film Desde el Jardín
confió en la capacidad de la televisión para que la transfusión se llevara a
cabo completa y sin interrupciones. Luego de colegir sus alternativas estimó
que los canales de aire de los medios corporativos serían las herramientas
más adecuadas. Su calidad de rentista e
inversionista bursátil le daba la posibilidad para dedicarle tiempo completo a
la empresa de modo que dividido el día en cuatro cuartos de seis horas
utilizaba tres de ellos en su instrucción destinando el restante para el
descanso, detalle que se reservaba a partir de las dos de la madrugada. La
dieta alimenticia y el tabaco en cigarrillo armonizaban su praxis en función de la tarea debido a que
había acordado con Médéric, en su doble
rol de primo y vecino, para encargarse de la diaria provisión según horarios
preestablecidos, a cambio de una suculenta gratificación semanal, cuestión
exigida por el servidor más allá de los lazos sanguíneos. El joven solo debía
dejar la vianda en el segundo recinto del compartimentado zaguán de la casa,
sitio en donde Fabrice disponía de una elegante hornacina religiosa que, debido
a su agnosticismo, usufructuaba como buzón de correspondencia. De la bebida se
hacía cargo su recoleta bodega personal, cava que supo atesorar durante los
últimos diez años a razón de cinco unidades semanales, existencia sobrada si la
administraba con delicadeza y moderación. Descartaba en este punto la
posibilidad de una mínima claudicación gourmet.
Ser
acreedor de raíces francesas extremadamente incorporadas debido a una formación
muy cerrada por parte de su familia, en latitudes tan distantes como
encontradas culturalmente, no dejaba de ser un dilema que Fabrice debía
resolver con idéntico afán. La poética de Artaud y de Éluard, la filosofía
de Sartre y de Camus, la música de
Debussy y de Berlioz, la pintura de Delacroix y de Proudhon, la escultura de
Rodin y de Claudel, debían ser borradas de su consciente y acaso lo más
complejo, de su inconsciente. Sus lugares en la preferencia debían ser ocupados
por expresiones de limitada complejidad, por caso literatura de escaso vuelo
poético, siendo los textos de autoayuda los más aconsejables, música de rítmica
no pensada, cumbia, acaso cuarteto, plástica paisajística sin doble lectura,
formarían el índice de su nuevo catálogo.
Finalizó
los dos últimos meses de su primer año de abjuración individual mutando sus
linajes y elegancias por prendas rústicas y de avería, pero sin exagerar. Aún
así sentía que no estaba preparado, intuía que apenas había cubierto menos de
la mitad de la asignatura, cuestión que lo ponía bastante incómodo debido a que
su nivel de exigencia consigo mismo era de una escala muy superior que para con
los demás. De manera que su cuerpo Prometeo continuaba encadenado al escritorio
en donde seguía reposando su vetusto ordenador personal, lo cierto es que trató
de no incomodarse tratando de recordar el destino de las llaves libertarias,
optó por seguir pensando las fórmulas más adecuadas y convincentes para llegar
con éxito al final de su sucio sendero.
El
segundo año de su programa de desleimiento personal lo comenzó soliviantando su
lenguaje, tanto el oral como el escrito. En este punto estaba convencido que su
misión era obtener el beneplácito interpretativo del mundo con el cual iba a
interactuar de manera que necesitaba urgentemente allanar la totalidad de sus
complejidades dialécticas y si era posible derrocarlas desde todos los planos
sanchopancescos posibles de modo evitar cualquier tipo de renacimiento o
insurgencia imprevista. Lo que Fabrice desconocía es que dicha empresa le
llevaría treinta meses de constante y esforzado estancamiento intelectual
debido a que previamente era menester derretir su raciocinio hasta la mínima
expresión ya que el lenguaje en gran medida es el vocero del pensamiento.
Pasados
casi cuatro años consideraba que la contrahecha obra ya estaba coronada desde
la praxis. El Prometeo Fabrici gozaba de las mieles de la vulgaridad sin
corduras tal cual el plan que había proyectado cuando varios adherentes encumbrados
del distrito ligados a la Unión Cívica Republicana y Liberal le habían ofrecido
ser candidato a la intendencia en los venideros comicios. Conforme todas las
pericias efectuadas y garantizadas el Prometeo se desencadenó de su escritorio,
se miró con detalle al espejo, acomodó el teclado de su vetusto ordenador, liberó el cenicero, bebió la enésima copa de vino del día y comenzó a redactar en Arial 16 y a
doble espacio su primer discurso de campaña.
Gustavo Marcelo Sala
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