La
Campaña, por Horacio González, para La Tecl@eñe
Fuente:
La
campaña de Cristina no es una “duranbabización de izquierda” figurada en los
manuales de procedimiento de los expertos en hacer “ganar” o “perder”
elecciones, o en el sentido común al que nos obligan Fantino o Lanata. La
campaña de Cristina contiene el germen potencialmente vivo de una asamblea o un
mitin de comuneros libres.
Una campaña política, conquista
y reafirma voluntades, mientras que la campaña militar busca desmontarle a los
otros sus nociones de organización y lucha. No hay allí un tercer opinante, los
electores, sino que las cosas se resuelven cuando alguna de las fuerzas bélicas
ocupa el centro de irradiación del enemigo por la potencia de sus medios
técnicos, intelectuales y beligerantes.
Sabemos las diferencias, pero no perdamos de vista los parecidos.
En una campaña, todo es significativo, gestos desapercibidos cobran singular
relieve y cálculos mayúsculos pueden pasar sin interés para la crónica. Se le
habla al pueblo de la nación a fin de atraer su atención, por lo tanto es un
tipo de mensaje que recubre de importancia al interlocutor, el candidato saluda
con más atención y hay que detenerse ante cualquier pregunta callejera, a
diferencia de un jefe de Estado, un gran Sindicalista o un Canciller, que
aunque puede hacerlo, no tiene en general tiempo para eso. Por eso una campaña
es un vasto teatro donde el candidato está a la intemperie, todos los elementos
que aparecen ante su vista se mueven a su paso o lo sensibilizan. No tiene
guardaespaldas o si los tiene no están en primer plano, con lo que una campaña
es también un tipo de Estado, pronuncia una forma de poder y decisión,
sobreentendiendo que si ésta tiene ámbitos cerrados o exclusivos, la campaña
ayuda a pensarlos por el envés.
Si se trata de poderes confidenciales la campaña ayuda a pensarlos
con mayor amenidad, y se configuran también más porosos. Y así, si se entiende
que el ejercicio del poder podría excluir una porción importante de la palabra
pública, ésta después podrá apreciarse si se eclipsa o se muestra rozagante
durante la campaña –a cielo abierto-. Pues no hay poder sin campaña ni campaña
si una idea de poder. Entonces, la campaña prefigura, adelanta, permite
visualizar cómo sería una orden o una decisión grave futura. Sin que nadie
necesite decirlo, la campaña anticipa los estilos con los cuales, si el
candidato sale elegido, ejercerá sus oficios.
Es sin duda el reino de la promesa. Mejor dicho, el arte de la
promesa. Nadie pide contratos electorales; esta expresión es nueva debido a las
notorias distancias que estableció Macri entro lo “dicho” y lo que está
haciendo. Sabemos que la política es la movilidad de las decisiones en
incesantes escenas moduladas en sus diferencias, pero esto ocurre siempre bajo
explicaciones pertinentes y críticas al actuar propio. Una elección en las
sociedades masivas, mediatizadas y metropolitanizadas, no puede restringirse a
un contrato ni puede desentenderse del valor de las promesas. Es cierto, que
algo hay de contrato, pero tiene de contrato lo que le permite la promesa y de
promesa, lo que le permite el contrato. Por eso la acusación habitual al
macrismo de que rompió el contrato electoral, es justa y comprensible, por lo
desmesurado de una experiencia política que se lanzaba a una aventura con
cálculos previos sobre la distancia entre lo que sabía que decía y lo que sabía
que haría. En ese sentido, es lo más grave que ha ocurrido en la historia de
todas las campañas políticas argentinas y anuncia un nuevo tipo de político
fantochesco o rocambolesco (incluso en su actitud de bailar como un muñeco
desarticulado o el remedo de un pato deforme o aturdido en el propio balcón de
la casa Rosada). Sería un político de estructura extremadamente simple: una
máscara y un despojarse de la máscara. Dos movimientos vinculados a la vida de
las marionetas; mucho más temible cuando despojado del embozo, el rostro
crispado muestra su temible verdad.
Ya sea porque el candidato macrista no posee las facultades de la
oratoria, sino de una prédica primitiva, paternalista y ofensiva (siempre
atemorizadora; su sonrisa es cruel, como mínimo sobradora), ya sea porque las
asesorías del caso privilegiaron las imágenes llamadas de “proximidad” por
sobre el discurso “dicho a los vientos”, es decir a las multitudes, a la
historia o al horizonte utópico que posee toda sociedad, se ha girado hacia un
tipo de enunciado basado en arquetipos vacíos, meramente escénicos, que luego
se multiplican en “red”. Son ejemplos vastamente conocidos el timbreo, las
fotos donde “no se lo sorprenda hablando sino siempre escuchando”, la cercanía
con la “gente”, donde el acontecimiento semeja a una reunión de amigos, las
referencias cachadoras al fútbol, hechas en reuniones internacionales (como si
ninguna otra cosa importara, sólo la camaradería de los hinchas de fútbol,
“amigos fingidos en la chistosa incompatibilidad”). Lo cierto es que las
experiencias políticas de este tipo, ficticiamente “despolitizadoras” y
trazando una línea de abyección contra el “pasado”, además de invocar la
“izquierda” en el sentido de fin de las ideologías. Llamándose entonces
izquierda al acto de invocar “millenials" –o sea baratijas y mitologemas
de periodistas detrás de su bestseller-, conceptos reducidos al uso legendario
y absorbente de las redes y todos sus sistemas de control de tendencias de
consumo, lo que es un fenómeno que ni deja de reiterar motivos ultra conocidos
ni pierde interés para su estudio etnográfico (como “Adolescencia y Sexo
en Samoa”, de Margaret Mead, complejo monumento al relativismo cultural que hoy
debilitaría hasta el sarcasmo estas nociones periodísticas sobre los nuevos
adolecentes). Nociones periodísticas y electorales, que se traducen en la
angustiosa pregunta de los políticos ¿Qué pasa con los jóvenes?
Los medios de comunicación, ignorantes en cualquier tipo de
filosofía a que fuese, han consagrado la idea de proximidad, actuación,
guerra de palabras, modelos de conflicto, creación de conceptos, como el
notorio, amenazante y pendenciero de “grieta”, etc. No puede pedírseles que
invoquen a Emmanuel Levinas –la alteridad del otro vista en su rostro cercano e
infinito-, pero algo hacen los medios: creando una falsa intimidad, anulan
falsamente toda lejanía real. En los medios sólo hay destierro, exterioridad,
extrañamiento. Pero siempre se apela a una actuación de la proximidad. En
cierto programa que se burla de los que concurren llamándolos “intratables”,
todos hacen sus papeles, donde la creencia íntima que los sostendría ya no
actúa en la creación de situaciones discursivas sino de roles guionados.
El propósito es demoler al gobierno anterior, pero alguien hace de
“kirchnerista” y otros “invitados” pueden o no desarrollar un tema en medio de
la baraúnda deliberada del programa. Pero predomina la conversión de la
política en una teatralidad deforme, que alcanza incluso a los que
auténticamente allí despliegan algún razonamiento sostenido en andamios de
sensatez. Reina una falsa intimidad, tomada de modelos anteriores de la
televisión (a pesar de sus ostensibles diferencias), desde Polémica en el Bar
hasta 6,7,8,
del cual extraen no pocas nociones respecto a énfasis y ridiculización de
situaciones. La tecnología de la televisión cruza todas las fronteras.
Por eso, queda como metodología de la enunciación social la
idea del sufrimiento directo, o de la exhibición directa del sufrir, de la
pérdida personal o de la polémica (verdadera o falsa). El límite se corre
siempre y no es posible anclarlo nunca. La reiterada situación deliberadamente
provocada de que tal “cruzó” a cuál, es la idea de sociedad de los Medios, el
“cruzar” es una polémica inducida –entre Moria Casán y Rial, por ejemplo- y
luego este arquetipo se verifica en el mismo “cruce” entre políticos, por
ejemplo, en la desfachatez cultivada y fina de Lipovetzky y el primitivismo de
un macrismo con pocas horas de enteramiento en Chapalmadal, con algún oponente
prefabricado, en Intratables, o con una discusión seria pero jamás posible,
fuera de la rapidez de una breve intervención aguda y bien puesta, por un Yasky
o un Moreau.
En los últimos tiempos se suele
escuchar que algunos mencionan el parecido de la campaña de Cristina con lo
“exorcismos” y las apologías al desinterés político y las situaciones de
proximidad emotiva creadas artificialmente. Desde luego, no compartimos esta
idea, que ya muchos rebatieron oportunamente. Pero como es evidente que
hubo una rotación en el predominio de oratorias políticas ante y frente a la
historia, donde se alternaban lo demostrativo con lo emotivo, y el contrapunto
se establecía con la presencia simultánea del orador y de multitudinarios
oyentes (por ejemplo, en el interior de los patios de la casa de gobierno),
todos ellos en el mismo espacio tiempo específico del discurso. Al parecer esto
ha sido abandonado, no sólo porque no se tiene el gobierno sino porque ahora
los alegatos “ante las exigencias de época” parecerían exteriores a la trama
interna de los aparatos electrónico-visuales que crean diseminaciones
homogéneas. Al parecer las únicas posibles.
No parecería tener vigencia ahora un discurso trasmitido por
televisión, sino un discurso que retoma las raíces teatrales de la televisión
desde sus vísceras más internas. No obstante, la relación entre ejemplificación
con casos dolorosos y el “método” que consagra casos incidentales como arquetipos
“platónicos”, tiene un doble sentido. Se puede partir de la exposición de los
damnificados (y agregar o no consideraciones específicas desde el oído que
escucha, esto es, quien construyó esa posición privilegiada de escucha que no
obstante la convierte en una más, sino en la que escucha) o a la inversa, se
puede trazar un panorama general de las atmósferas corrosivas del trabajo, la
convivencia, la justicia, la educación, etc., y si se opta por ello, hacerse
acompañar por los damnificados y quebrantados por las políticas macristas.
Y allí se presentaría una cuestión no poco importante. El modo de
expresión del político cuando habla del estropicio social no puede ser neutro y
siempre hay un componente de pasión en sus palabras. Esta pasión no es posible
organizarla (sin embargo así lo pensaban Gramsci) ni graduarla en estantes
fijos, aunque el riesgo es siempre el síndrome televisivo. La televisión nace
del llano; no sólo le gusta hacer llorar, en una mímesis mecánica que se
dirigiría a la sensibilidad no menos “automática” del espectador, sino que
siente que llegó a la igualdad consigo mismo cuando alguien llora en pantalla.
En el cine no es igual, puesto que se sabe que es una representación, pero la
televisión, alarmantemente sobrecargada de símbolos, todo se presenta como
“naturalista”. Por lo tanto, llorar allí resulta cercano a lo ficticio, aunque
íntimamente, el sujeto de llanto posea el sentimiento verdadero de su
autenticidad.
¿A qué viene todo esto? La campaña de Cristina no es una
“duranbabización de izquierda”, por el solo hecho de que allí hay pueblos,
gentes, militantes, encarnaduras heterogéneas, de donde sale un dolor
compartido, no prefigurado en las cuartillas que el guionista escribe
trabajosamente en sus cartujas de la “rosadita publicitaria”. No obstante esa
autenticidad del llanto y el consuelo, figuras propias de un sentimiento
extendido desde todos los rituales de salvación, hay otra situación que no
puede faltar, que es la drasticidad específica de la historia. Esta nunca puede
anularse. Pero no es igual un acto público al drama del desposeído en su seno
familiar o en su biografía personal. El drama de la historia recorre
especialmente a las multitudes y a los políticos, y su evidencia mayor se
expresa en las cuerdas oratorias diversas. Estas ni deben dejarse penetrar por
un pasionalismo obvio ni deben dejar que éste se ausente de la acción del
orador, que hace de sus pasiones un moderada continencia, fórmula pedagógica
más añeja, que nunca desaparecerá ante la dependencia mecánica que introdujeron
los tiempos y modos de entendimiento regulados por la televisión. (Fantino:
“explique fácil profesor, para que la gente entienda”).
No desaparecerá el orador clásico de los siglos anteriores a las
eras telecomunicaciones, las redes y el remodelamiento subjetivo por parte de
las empresas fusionadas que trabajan con el cautiverio de la conciencia a
través de imágenes precatalogadas –no así las imágenes libres-. No desaparecerá
porque está en la esencia igualitaria de lo humano. El sentido común clásico se
ha convertido en añicos irrecomponibles ante los profesionales del control de
los sentimientos, pero no ha desaparecido en su raíz vinculada a la vida de los
pueblos antiguos y modernos, ese formidable pragmatismo creador, del cual
incluso Gramsci fue un hijo. Pero la política no es un acto mimético con el
sentido común. Trabaja con él, es su interior, sus bordes, su contextura
utópica y también su exterior. No consiste en “elevarlo”, ni en “tratar de
comprenderlo”, sino en interrogarlo simultáneamente desde adentro y desde su
copertenencia a él y desde el mínimo de alejamiento que se permita el político
para crear una distancia –otra forma del sentido común- que sea atravesable por
quienes cayeron presos del otro sentido común, que ya le anulaba el síntoma
interno de su propio interrogarse a sí mismo. Por eso una campaña debe tomar el
sentido común, redescubrirlo e invocarlo sutilmente y con no menos sutileza
ofrecerle otros caminos, es decir, desdoblar el sentido común pétreo –al que
nos obligan Fantino o Lanata- por un sentido común con episodios heterogéneos,
que no se rinden ante la idea intelectual sino que también la recreen, porque
en ese sentido común también hay filosofía. Una campaña de este tenor, está
inscrita en la historia de las sociedades, no en los manuales de procedimiento
de los expertos en hacer “ganar” o “perder” elecciones. A esos expertos, si
realmente existen, se les escapa la tortuga todo el día. La política no puede
regularse con la enciclopedia de Diderot o con manuales Lerú. En el acto de Mar
del Plata, además de los casos de destierro del vivir digno y aceptable, a la
vista, también surgieron voces del público, con opiniones gritadas o lanzadas
con desenfado. Era el germen vivo de un acto pedagógico que potencialmente
contenía una asamblea o un mitin de comuneros libres.
Fuente: http://www.lateclaene.com/
Comentarios
Publicar un comentario