Hace unos días se cumplió un nuevo aniversario del fallecimiento de Néstor Carlos Kirchner. Los recuerdos abundaron y su imagen desgarbada nos volvió a regalar esa buena sombra que dejan los imprescindibles. Esta no es una editorial ni un ensayo, es un sentimiento personal, político y pasional que mantengo vivo desde esa triste y miserable mañana en donde la muerte nos avisó que no avisa..
“Una historia
cualquiera, se desvanece, pero la vida que ha sido rozada por esa historia
queda por toda la eternidad. ¿Qué ocurre entonces cuando una vida se desvanece?
Quizás otro color desciende sobre el mundo y se agrega a la gran suma
imperfecta y fluctuante. Y no somos sino eso, el estruendo de un estallido, que
por momentos casi podría confundirse con el ruido de una carcajada”. (... de la
novela Una Novela China de César Aira)
Seis años de la
muerte del ex Presidente Néstor Kirchner, y todavía se transpira la convulsión
emotiva que provocó su desaparición física. Algunos potenciaron y liberaron sus
amores, explosión e implosión afectiva, contenida, continente; otros
entendieron a partir de la ausencia su enorme significado político y social;
están los que multiplicaron sus odios, alabando gratificados a mortales
cardiopatías, y están aquellos que todavía no percibieron o no desean percibir
el desliz de haber omitido la existencia de los rincones en donde moraban,
invisibilizadas y en estado de espera, sus mazas adherentes, sus pibes
militantes.
Desde hace seis
años somos menos cobardes. Su lucha, su imagen y su recuerdo nos lo impide.
Curiosamente estamos más vivos ante la muerte, porque la muerte dignifica a la
vida, dándole la brillantez y el esplendor que, por consistente gracilidad,
sabe disimular.
“Y aunque la muerte
me das, ya me ganes o me pierdas sin saber que me recuerdas, no sé si me
olvidarás” glosaba el gran poeta cubano Nicolás Guillén en su poemario El Son
Entero; y en cierto modo, desde la contemporaneidad, la duda nos cabe. La
Política, en mayúsculas y como ciencia, le y nos dedicó una breve existencia
terrenal, escasa dentro del pragmatismo que sustenta la temporalidad, eterna en
cuanto a su carácter y significado histórico.
Néstor Kirchner
supo abrir sin temores ni complejos un sinfín de debates postergados, no sólo
en el ámbito del mismo Partido Justicialista, cosa que le provocó soportar
traiciones y destratos, sino dentro de una sociedad que poco se atrevía, hasta
ese momento, a organizar y tabular sus íntimas y arrinconadas miserias.
Al fijar el
incuestionable concepto de Dictadura Cívico Militar resume el arquetipo. Hasta
la década pasada la idea de los dos demonios, instalada por la Conadep en el
primer informe Nunca Más, había echado raíces profundas en el inconsciente
colectivo determinando que un par de bandas de desmadrados se disputaban la
tenencia del país, mientras que una mayoría silenciosa y civil era víctima de
una obra de teatral por la cual no había pagado la entrada.
A partir de ese
salvoconducto, la civilidad, progresista y liberal, puso la tragedia colectiva
en manos militares y guerrilleros, guardándose para sí sus propios correlatos y
posicionamientos ideológicos.
El siniestro rostro
de la formal impunidad develado por el coraje de Néstor Kirchner nos posibilitó
visualizar, de modo tangible, la connivencia extrema que existió entre los
formadores de opinión (base y sustento de la propaganda y el ocultamiento
totalitario) las cúpulas empresariales (como reaseguro de los negocios) con las
fuerzas armadas (responsables del orden establecido) para que todo funcione
según las formas y placeres de una mass media ilustrada que fijó un status de
convenientes filones a la sombra de aquel relato políticamente correcto. Esta
suerte de refrescante revisionismo histórico jamás será perdonado ya que muchos
actores tuvieron la obligación de correr sus velos a propósito de sus propios
intereses del pasado, situándolos en un cuello de botella que ni siquiera la
dignidad del suicidio enaltecería. La solución escogida por estos fue huir
hacia delante, disparando las mismas balas que durante treinta años aseguraron
reprobar.
Otro elemento que
resultó inexcusable e inaceptable para dicha mass media
(Corporaciones, esbirros y beneficiados por el modelo desindustrializador)
fue el cambio de paradigma político, económico y social. Esto es, revalorizar
el rol del Estado como agente motorizador del desarrollo y del bien común
colocando a la economía bajo la tutela política y no a la inversa como inercia
y determinismo dominante. De ese modo supo emerger una oposición, hoy en el
gobierno, banalmente autodefinida como republicana, tan canallesca como caníbal
debido a dos elementos que se aunaron bajo el formato del odio:
a) Verse
obligados a defender posicionamientos individuales y corporativos sobre la base
de una suerte de resignación y hado feudal (ver artículos y ensayos de Dewell,
Wilson y Chomsky)
b) Exponerse
ante un archivo histórico que no deja lugar a dudas desde dónde se habla cuando
de libertad y derechos se trata.
Resulta todo un
síntoma de orgánica y consensuada urbanidad exigir ver los huesitos de Pérez
para determinar una identidad luego de haber sido representante legal de los
organismos de DD.HH o que a un empresario de los medios le deje de importar el
pasado luego que con capitales de ese mismo pasado, que en la actualidad rebasó
su hartazgo, haya financiado su proyecto periodístico progresista de fines los
ochenta. En ambos casos el límite de la ética declamada se apellida Mata.
Hasta dónde
entonces somos lo que decimos ser y hasta dónde creemos que tiene efecto lo que
pretendemos hacer creer... En ambos casos los intereses de una corporación
oligopólica son determinantes en los comportamientos individuales de sujetos
que durante años mostraron un deber ser, hoy por hoy, insostenible y
ciertamente sospechoso. O nunca fueron lo que dijeron ser o nunca dijeron lo
que realmente son. Poco importa. Ya no hay retorno. El debate político, el
grito, el trapo, lo real y lo simbólico hacen que las sociedades y sus protagonistas
se reconozcan, en ocasiones con la tristeza de algún hallazgo inesperado, en
otras con la firmeza de comprender que el error forma parte del camino, un
camino que aprendimos a construir andando. La política produce rituales y es
hija de rituales que por pudor no desea analizar, sostiene Horacio González.
Néstor fue factor y
esencia de esa construcción; sentimiento y correlato colectivo que no se rinde
ante la adversidad, que no se dobla ante la amenaza y las operaciones
corporativas, que no se deja amedrentar por la reiteración del embuste y la
mentira.
En la histórica
jornada en la cual Néstor Kirchner hizo bajar los cuadros de los genocidas
Videla y Bignone colgados en las paredes del salón principal del Colegio
Militar de la Nación muchos entendimos que nadie desde el Estado, hasta ese
momento, se había interesado con marcada seriedad por el tema de los Derechos
Humanos, advirtiendo que el éxito popular que había tenido la dictadura militar
se encontraba muy claramente definido en la existencia y exposición de esas dos
imágenes en una entidad estatal educativa y formadora de jóvenes. Poco tiempo
después, al inaugurar el Museo de la Memoria en la Escuela de Mecánica de la
Armada, en un recordado discurso, el extinto ex Presidente pidió perdón a
las víctimas de la represión por los últimos veinte años de claudicaciones.
Esto molestó y fijó una divisoria de aguas definitiva con aquella burguesía que
estaba muy complacida con el placebo institucional edificado 20 años atrás, que
si bien juzgó a los Comandantes hizo todo lo posible, a partir de la sentencia,
para detener la historia a como de lugar, instalando la teoría de los dos
demonios y el falso concepto de guerra sucia. Néstor Kirchner, en ese momento,
estaba anunciando una suerte de declaración de principios, base fundacional de
su política sobre DD.HH. De ningún modo estaba agrediendo al ex mandatario Raúl
Alfonsín, tal como fue interpretado su discurso por cierta progresía mediopelo.
Como afirmara Eduardo Galeano, había comenzado un diálogo entre dos
silencios. El Presidente en ejercicio sólo relató los eventos tal cual
sucedieron, haciéndose cargo, poniéndole el cuerpo a un sombrío dilema
histórico / ético desde un Estado cuyo comportamiento fue ciertamente cobarde,
sinuoso y acomodaticio.
A partir de allí el
progresismo liberal lo escogió como su enemigo preferido, debido a un doble
temor: primero a ser descubiertos en su esencia colaboracionista de aquellos
años, muy bien mimetizada y travestida luego del desaguisado castrense en
Malvinas; segundo, la potencialidad de que ahora este hombre abriría una caja
de Pandora judicial advirtiendo la identidad de los civiles que construyeron
carreras, poder, fortunas y negocios a partir de las torturas y en las
parrillas de los campos de concentración, terminando dichas tramitaciones en
las escribanías y en los estudios de abogacía más selectos del país.
Por izquierda y por
derecha el Lupo patagónico supo desafiar e incomodar, supo obligarnos a
segundas y terceras lecturas, supo interpelar nuestras inconformidades, y ya
nadie volvió a ser el mismo. “La pasión política como señora del juicio
intelectual y moral, como reina de la crítica” esbozó el mismo González por
aquel entonces. Los falsos prestigios cayeron tan velozmente como las verdades
absolutas, los bronces éticos se embarraron con la tierra agusanada de las
fosas comunes y todo lo que estaba cobijado con diarios made in papel prensa
comenzó a borronear sus titulares, copetes y editoriales. Así las cosas;
mientras la derecha, desde el living de Susana y la mesa de Mirtha, hablaba de
la necesidad de eliminar la pobreza y apostar por la equidad, la izquierda
dogmática firmaba ensayos desde el máximo oligopolio comunicacional bebiendo un
rico espumante importado con uno de los propagandistas más notorios de la
dictadura. Al igual que en 1945, mientras el 17 de octubre el pueblo expresaba
sus necesidades y derechos, la izquierda tradicional paseaba a Lenin por la
coqueta y porteñisima Avenida Santa Fe con música de Esteban Echeverría y
letra de Bartolomé Mitre. (... de La Formación de la Conciencia Nacional - Juan
José Hernández Arregui)
“Cuando voy a
sentarme advierto que mi cuerpo se sienta en otro cuerpo que acaba de sentarse
adonde yo me siento. Por eso es muy posible que no asista a mi entierro, y que
mientras me rieguen de lugares comunes, ya me encuentre en la tumba, vestido de
esqueleto, bostezando los tópicos y los llantos fingidos”. Oliverio Girondo
Sospecho que algo
de lo poetizado por Oliverio Girondo habrá sentido Néstor aquella siniestra
mañana del 27 de Octubre. Por suerte la enorme figura de Cristina estaba a su
lado, dándole el más complicado de los besos: el último; tomando la posta,
sentenciando que ni un paso atrás era posible, entendiendo que la vida es un
mesurado promedio de sinsabores, advirtiendo que la historia se va construyendo
tanto por acción política concreta como por recuerdos y legados.
“En cierto sentido
por más larga que sea la vida de una persona, es siempre demasiado corta. Esto
es, porque parecería que tuviéramos capacidades estéticas e intelectuales
infinitas que justificarían nuestra prolongación en la vida eterna. Sin
embargo, algunas veces tengo la sensación de que el tiempo en sí mismo nada
significa, y que cualquiera que haya vivido una vez está, en algún sentido,
siempre vivo. La inmortalidad es una especie de estado sin tiempo”. (A. J. Toynbee)
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