Según
afirmó Paul Groussac “el programa del hombre que vive para pensar, sobre todo
en estas sociedades embrionarias y entregadas al afán material, comprende desde
luego la abstinencia del placer y el olvido del aplauso frívolo, que la opinión
vulgar sólo tributa al que se le parece, quien se preocupa de lo que pasa no es
digno de lo que dura, y el desdén del éxito es el principio de la sabiduría”,
mientras que pocos años después Horacio Rega Molina sentenciaba “el que rompa
el silencio, tendrá que hacerlo con una palabra maravillosa”.
Algunos
periodistas, políticos, analistas e intelectuales argentinos deberían brindar y
a la vez levantarle un monumento a la corrupción o cuando menos a la mitad de
la corrupción existente - la pública por supuesto, la privada como bien
sabemos, no es tema de cuestionamiento social-
El
protagonismo personal en sus distintas actividades deriva de ella, ocultando de
manera escandalosa que las usinas informativas denuncistas ostentan largamente
más vergüenzas que bondades.
¿Le
conviene a ciertos individuos que no exista la corrupción? De ningún modo, ya
que se verían obligados a pensar en términos políticos. Tal ausencia debería
comprometer sus análisis en notas y
editoriales donde deban expresar y potenciar sus visiones sobre el mundo. De
modo que cuando no existen casos impactantes de corrupción pública bueno es
inventarlos de lo contrario muchos de estos actores mediáticos deberían
dedicarse a romper el silencio con palabras maravillosas o en el peor de los
casos a quemar sus naves y días tejiendo crochet.
Como
en la formidable película española Los Santo Inocentes dirigida por Mario Camus,
el establishment, a fuerza de trazos gruesos -
colonización cultural - manipula la
voluntad de seres humanos que ni siquiera sospechan que lo sean. Tipos que se
observan a sí mismos como leales justicieros, prestos recolectores de los
cadáveres que siembran en el campo las certeras y poderosas escopetas de las
corporaciones.
Hoy
tiene mayor valor simbólico, desde el punto de vista ético, un indecoroso y
censurable manotazo de dineros públicos que un sistema de escuchas en donde se
intenta vigilar a opositores, empresarios, delegados gremiales y hasta propios
familiares. ¿Acaso no alcanzan a percibir nuestros intelectuales del
establischment la enorme diferencia que existe entre ambas cuestiones?
Desestimar los gradientes no deja de ser un insulto a la inteligencia.
Nuestras
estrellas mediáticas, ungidas por una sospechosa aura de inmunidad, se
presentan como parafiscales con el sólo objeto de condenar a antagonistas
políticos so pretexto de cuestiones que bien podrían desempolvar dentro de sus
ámbitos corrientes. Pero esta no es su tarea. Su razón de vivir es recoger los
cuerpos de los oponentes vencidos.
Como
describió José Pablo Feinmann, Heidegger y su inteligencia no podían ignorar en
1932 que Auschwitz se estaba gestando mucho tiempo antes de su tangible
construcción. ¿Sabrán nuestros intelectuales del establishment qué es lo que se
está gestando? ¿Intuirán para qué personeros están desplegando sus enormes
talentos? A contrapelo del sentido común no creo que sea una simple cuestión de
dinero. Esas mismas cantidades las podrían ganar de otro modo. Existe algo
superior en la individualidad de estos sujetos y tiene que ver ese supuesto
grado de pertenencia social que incluye un desprecio sanguíneo a todo aquello
que se manifieste colectivamente. En una sociedad horizontal y democrática, en
donde todos somos protagonistas, no hay estrellas, no hay vedettes, de modo que
no existirá la lisonja del aplauso frívolo del que nos habla Groussac. Y para
dicha lisonja no existe nada superior que el sentido común y el análisis
vulgar, como quién orejea una baraja marcada. Se corre tras el éxito
inquisidor, facilista, abandonando de plano el principio de la sabiduría.
Se
afirma que la corrupción pública mata, cosa que en ciertos incisos estoy de
acuerdo, pero también mata la corrupción privada, el delito de guante blanco,
público y privado, matan las políticas que atentan contra la distribución de la
riqueza, matan los siniestros mensajes levantiscos, mata la ausencia de una
justicia para todos, mata la calumnia, la mentira, la injuria. Uno mata cuando
nada se hace al ver que un asesino prepara su celada... Se mata de muchas
maneras en una sociedad. Claro está, excepto la corrupción pública, las
restantes no cuentan con las codiciadas credenciales para la obtención de un
lugar destacado en el firmamento.
Al igual que en la actualidad el
neoliberalismo de la segunda década infame mató, pero no por la corrupción como
nos quieren hacer creer algunos especuladores; ejecutó a millones de ciudadanos
a través de sus políticas exclusivas. Nada se debatía al respecto, los
bienpensantes de hoy sólo se entretenían con cuestiones tan menores como
insustanciales.
Alguna
vez Borges en charlas privadas con Ulises Petit de Murat afirmó de Macedonio
que era un hombre gris y mágico que se había entregado, único en su siglo, a la
rara ocupación de pensar... y agregaba luego que una persona que desprecia la
vida intenta adueñarse de la nuestra...
Los
profetas del odio – devenidos en intelectuales mediáticos – lejos están de
espíritu altruista de Macedonio, desprecian la vida y en consecuencia ese
desinterés humanista impacta directamente en la consideración que tienen por el
destino del resto de la sociedad. Pretenden adueñarse de nuestros deseos y
elecciones por medio de sofismas y embustes, nos consideran feos, malos y
brutos, nos quieren convencer que nuestra única opción de vida es ir por los
cadáveres (en definitiva nuestros propios cadáveres) de aquellos pobres
pichones ejecutados, esqueletos que dejan sobre los campos las infames balas de
las corporaciones.
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