PARAÍSO FISCAL: UNA PANAMÁ SIN PANAMEÑOS.. Países que no necesitan habitantes, ergo conflictos

Buena parte del establishment argentino aspira a offshorizar la banca de manera poner en marcha una suerte de refundación de la Patria bajo la tutela de la exportación de productos primarios y el lavado de dinero internacional. Pero leamos con atención qué sucede con ese modelo... 




ALGO DE HISTORIA. lA NOTA DATA DE JULIO del 2015
EL PODER DEL CAPITAL RECONFIGURA AL ESTADO



Por Allan Popelard y Paul Vannier para Le Monde diplomatique Cono Sur


Un año atrás, un hombre de negocios le cedía la presidencia de Panamá a otro empresario. Mientras la mayor parte de Latinoamérica reinvidica su soberanía, en la nación panameña son las finanzas y la especulación las que dictan las normas, en especial en la capital.
Acá, en Panamá, estamos viviendo una especie de Belle Époque”. En el vestíbulo de su oficina, decorada con fotografías de buques cargueros y cuadros que ilustran la excavación del canal realizado entre 1880 y 1914, Roberto Roy exhibe una sonrisa confiada. Seguro de conservar su puesto de ministro para Asuntos del Canal tras la victoria de Juan Carlos Varela en la elección presidencial de mayo de 2014, Roy detalla, con la ayuda de diaporamas, las perspectivas que se ofrecen a su país. “El crecimiento nunca fue tan fuerte. En 1996, transitaban 235.000 contenedores por el canal; en 2010, 6,5 millones. Y, gracias a los trabajos de ampliación, prevemos una afluencia de 12,4 millones para 2020”.


Amarrada al Pacífico, la capital de Panamá concentra un millón de habitantes de los 3,8 con que cuenta el país. Como lo demuestran los arreglos que se están llevando a cabo, la metrópolis debería beneficiarse de la inclinación de la economía mundial hacia la región Asia-Pacífico. Roy concluye: “Como sabrán, estamos en la logística desde hace quinientos años. Y la razón es el privilegio geográfico de nuestro país”.


¿“Privilegio geográfico”? Seguramente más bien el producto de una historia: la de la violenta integración de una periferia a la globalización. Desde el siglo XVI, los españoles usaron esa estrecha franja de tierra entre dos océanos para conquistar América del Sur. Desde entonces la ciudad de Panamá servía de interfaz entre la metrópolis y su imperio. Funcionaba como un centro de tránsito del oro peruano. En el siglo XVIII, con el derrumbe de la cotización de los metales preciosos, la ciudad, núcleo económico y estratégico, pasó a estar bajo la tutela de Estados Unidos. A mediados del siglo XIX, en el contexto de la fiebre del oro, la compañía ferroviaria de Panamá, la Panama Canal Railway Company, que facilitaba el transbordo de los navíos entre Nueva York y California, se impuso como el principal valor bursátil de Wall Street. La inauguración del canal transoceánico terminó de convertir al istmo en el patio trasero del sistema-mundo estadounidense.


En ese entonces, gran cantidad de Estados latinoamericanos afirmaban su independencia por medio de una política basada en la industrialización por sustitución de importaciones. En cambio, Panamá eligió la “comercialización de su soberanía” para insertarse mejor en la división internacional de la economía. Desde el desarrollo urbano, pensado para el capital extranjero, hasta el del canal, que responde a las necesidades del comercio internacional, la ciudad se puso al servicio de todos… salvo de los propios.



Una urbanización privatizada


A semejanza de muchos territorios insulares del Caribe, a partir de la década de 1970 el país se transformó en paraíso fiscal. Alineada con el huso horario de Wall Street, Panamá City se impuso rápidamente como la segunda plaza financiera del continente. Nicolás Ardito Barletta, ex presidente de la República de Panamá (1984-1985) recuerda: “En 1969, yo era ministro de Economía. Pensaba que había que reforzar el sector bancario. En esa época, había una enorme cantidad de dólares en circulación. Por eso adoptamos una legislación que permitía el desarrollo del sector offshore y de los bancos domésticos a la vez”. Ardito Barletta, un “Chicago boy”, es decir un hombre formado en la doctrina neoliberal del economista Milton Friedman, no termina de felicitarse: “Desde entonces somos la economía más financiarizada de América Latina. Antes de adoptar nuestra legislación, sólo había doce bancos extranjeros en Panamá. En diez años, llegamos a ciento veinticinco y pasamos de 800 millones a 47.000 millones de depósitos bancarios. Actualmente, en la capital, veinticinco mil empleos dependen del sector bancario”.


Gracias a una legislación derogatoria y a una red de consulados marítimos presentes en todos los grandes puertos mundiales, el paraíso fiscal también se destaca en el arte de negociar banderas de conveniencia. Cerca de un cuarto de la flota mundial estaría registrada allí. Haciendo de la entrega de sus privilegios de regalía una estrategia de especialización, el país no dispone ni de moneda propia, ni de Fuerzas Armadas propias, las que fueron disueltas en 1990. Su ausencia es testimonio del vínculo de dependencia colonial que sigue uniendo a Panamá con Estados Unidos.

A lo largo del litoral, el distrito de negocios se extiende por una decena de kilómetros. Como esas ciudades-hongos que crecen en las proximidades de un yacimiento, Panamá City debe su crecimiento a la incesante explotación de los movimientos de capitales de las finanzas transnacionales. Una vez instaurada definitivamente, la especulación acciona el motor de la urbanización y alimenta el boom inmobiliario: el precio del metro cuadrado se multiplicó por cuatro en diez años. Clavadas frente al mar, las torres de viviendas forman una línea de fríos mástiles. Por la noche, sin ninguna luz, se enmarañan en un caos rocoso frente a las extensiones barrosas de la ribera. El que duerme en los departamentos vacíos de Panamá City es el dinero.


Siguiendo los pasos de los bancos, vinieron a instalarse las sedes regionales de las transnacionales, seguidas de hoteles de lujo y pomposos condominios. La última exuberancia es Ocean Reef Island, un archipiélago de islas artificiales inspirado en los caprichos de Dubai. Sin embargo, nada de todo esto fue planificado por los poderes públicos. Álvaro Uribe, urbanista (y homónimo del ex presidente colombiano) observa: “Se dejó todo en manos de la iniciativa del sector privado. La intervención del Estado sólo se hizo a posteriori, para garantizar la conexión de los barrios recientemente loteados a la red eléctrica, de abastecimiento de agua o vial”.

Las formas urbanas de Panamá City, abandonadas al mercado, ejemplifican la creación oligárquica del espacio. Desde comienzos del siglo XX, ricos empresarios emprendieron obras en nuevas partes de la ciudad. Después de haber hecho fortuna en el comercio de la banana, Menor Keath acondicionó el barrio de Bella Vista en la década de 1910. Cuatro décadas más tarde, los Duque, magnates de la prensa, edificaron el barrio chic de la Cresta. En proceso de urbanización, el barrio de Costa del Este representa el último avatar de esta historia urbana privatizada. “Es un proyecto que comenzó a principios de la década de 1990 –relata Uribe–. Anticipando la construcción de la autopista que une el centro de la ciudad con el aeropuerto, el hombre de negocios Roberto Motta compró a precios muy bajos una gran cantidad de pequeñas parcelas en el emplazamiento de un antiguo vertedero”. De una barriada, hizo uno de los barrios más en boga de la ciudad. Numerosos inmigrantes venezolanos preocupados por ponerse a cubierto de la “Revolución Bolivariana” encontraron refugio allí. En el Paseo de las Palmeras donde corren los deportistas, el empresario urbano erigió un monumento en su honor.


Marco A. Gandasegui, profesor de Sociología de la Universidad de Panamá, explica: “Durante mucho tiempo, a las diez familias más poderosas del país se las dejó al margen de los asuntos del canal. Cuando éste estaba en manos de los estadounidenses, esas familias se vieron obligadas a especializarse en otras actividades. A principios del siglo XX, con la llegada de sesenta mil trabajadores para las necesidades de la obra, lógicamente éstas se inclinaron hacia el suministro de viviendas. Así, esas personas pudieron formar fortunas considerables especulando”.


Mientras que el sector inmobiliario crece en promedio a un ritmo del 29% anual, frente al 8% del Producto Interno Bruto (PIB), la fortuna de los oligarcas panameños se sigue basando en la explotación de la renta urbana. Resultado: el 40% de la población de la capital viviría por debajo de la línea de la pobreza y el 50% no tendría acceso al agua potable. Ningún partido de oposición parece lograr emerger. “Mientras que en los demás países de América Latina la abstención es fuerte, aquí, en la última elección presidencial votó el 78% de los electores”, destaca Gandasegui. De un oligarca al otro, el orden electoral parece inamovible.



Relegación de los pobres



En el puerto fangoso de Boca La Caja, Luis Alberto Mendoza ordena las redes del Pirulo Dos, su barco de pesca. Entre el Multiplaza, principal centro comercial de la capital, y el Corredor Sur, la autopista litoral, ese barrio de ambiente informal, aunque situado en el corazón del centro financiero, cuenta con algunas decenas de casas de chapa y madera. Con sus árboles frutales y sus animales de corral, el enclave tiene tintes rurales. En las proximidades de los cimientos de un edificio, vestigios del mayor proyecto inmobiliario de la capital, abandonado después de la bancarrota de sus promotores españoles, ciento cincuenta pescadores se ganan la vida con dificultad, en alta mar, pasando por un túnel bajo el dique de la autopista.

Después de haber enfrentado tantas tormentas, algunos de ellos se hunden en las aguas heladas del cálculo egoísta. Juan Rodríguez ya hizo sus cuentas. “Soy propietario de un terreno de ciento cincuenta metros cuadrados que mis padres compraron por 2.800 dólares. Puedo sacarle entre 2.000 y 3.000 dólares por metro cuadrado, es decir, más de 250.000 dólares. Con eso, puedo comprar en Arraiján, o mejor, en Tocumen”. Otros antes que él ya se fueron a esos suburbios de la aglomeración panameña.


La relegación de los más pobres hacia las periferias, desencadenada por los mecanismos de la especulación del suelo, se aceleró con la revalorización turística del centro histórico, el Casco Antiguo. Incluido en el patrimonio mundial de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) en 1997, ese barrio, en ese entonces deteriorado, empobrecido y sospechoso, fue objeto de una transformación profunda. Pavimentación de calles, soterramiento de la red eléctrica, renovación del alumbrado urbano y construcción de un estacionamiento vigilado acompañaron la exclusión de las clases populares. Puertas y ventanas tapiadas para las expulsiones; láminas y maderas barnizadas para las restauraciones. Barriendo en oleadas al proletariado urbano, el frente de la gentrificación sube al barrio de tugurios de El Chorillo. Una calle, siempre vigilada por policías, separa a esos dos mundos.


“Lo que pasa en el centro histórico de la ciudad de Panamá –resume Eduardo Tejeira Davis, arquitecto de varios museos del Casco Antiguo– se produjo en todas las ciudades latinoamericanas. Comenzó en San Juan, Puerto Rico, en la década de 1950; siguió en Antigua, Guatemala, en las décadas de 1960-1970, y en Cartagena, Colombia, en las décadas de 1980-1990. Aquí, el fenómeno comenzó en los años 2000. La única diferencia es la procedencia de la gente que invierte y se instala. En la antigua ciudad colonial de Panamá son extranjeros”. Mimados por el Estado, europeos, estadounidenses y colombianos trabajan con los mismos agentes inmobiliarios y los mismos estudios de arquitectos, compran las construcciones más bonitas de la época colonial para luego revenderlas por lotes. Tejeira concluye: “Así, multiplican cinco o diez veces su inversión”. Y contribuyen a estandarizar el espacio urbano.


Los resultados de esta “política de embellecimiento estratégico” (4), que lleva a la expulsión de los pobres, son manifiestos. Los turistas internacionales eran 421.000 en 1997; fueron más de 1,6 millones en 2014. Panamá y su capital se impusieron como el segundo destino de la región después de Costa Rica. Los turistas vienen a pasear por las callecitas de la vieja ciudad colonial, consumir en los colosales centros comerciales u observar el paso de los navíos en las esclusas del canal. El aeropuerto de Tocumen, centro estratégico de la compañía Copa Airlines, polariza el tráfico aéreo en América Central, y el circuito de cruceros del área caribeña incluye una escala en la ciudad de Panamá.


Geografías superpuestas


Desde principios de los años 2000, las autoridades trabajan en la reconversión de las antiguas bases militares estadounidenses. Devueltas a Panamá en 1999, éstas sirvieron tanto para lanzar las operaciones externas contra los gobiernos progresistas de América Latina durante la Guerra Fría como para reprimir los movimientos de protesta social dentro del país.


En la antigua base aérea de Howard, a unos diez kilómetros del centro de la ciudad, del otro lado del puente de las Américas, Panamá Pacífico se extiende en una depresión al borde del océano. Montes cubiertos de selva, rompiente de olas y alambres de púa, ecos en serie de los pájaros, garitas de control, señales de prohibición: hasta el cielo, cúpula baja y gris, no hay nada que no corte el espacio.


Inclinado sobre la maqueta que representa las mil cuatrocientas hectáreas del proyecto, Roberto Pereira, trabajador de London and Regional, la transnacional inmobiliaria que acondiciona Panamá Pacífico, maneja indolentemente su tableta. Pequeñas lucecitas rojas titilan alternativamente. “Allí, vamos a acondicionar un business park; aquí, prevemos construir veinte mil viviendas”. Con sus bancos y sus letreros de comida rápida, sus urbanizaciones y su golf, el antiguo campo militar se transforma poco a poco en un barrio estadounidense de las afueras. En la pista del aeropuerto, los jets privados y los trajes negros reemplazaron a los bombarderos y los uniformes verdes. Sin embargo, todavía se pueden percibir los viejos cuarteles y, en el muro de los hangares, en letras rojas, la inscripción “USMC” (“Cuerpo de Marines de Estados Unidos”). Paisaje en capas que camufla mal la superposición de las geografías militar y comercial.


Marisin Italia Correa, miembro de la agencia gubernamental encargada del acondicionamiento de Panamá Pacífico, hace la promoción: “Nuestra agencia reúne en una oficina única todas las representaciones gubernamentales a las que pueden recurrir los inversores que vienen a instalarse. Seguridad social, permiso de trabajo, permiso de construcción, visas: podemos tratar todo eso aquí mismo. No hay necesidad de ir al centro de la ciudad”. Por añadidura, el Estado instauró un marco legal que transgrede los principios democráticos. “En virtud de la Ley 41 de 2004, llamada ley de estabilidad de las inversiones, el gobierno no puede modificar las reglas vigentes de acá a diez años”.


A fines del siglo XIX, durante la excavación del canal, el “escándalo de Panamá” había provocado la ruina de cientos de miles de ahorristas y generado la reacción de algunos Estados. En Francia, por ejemplo, se creó el impuesto de Bolsa, que alcanzaba las transacciones financieras (fue derogado en 2007). Más de un siglo después, el poder del capital parece haber recuperado la totalidad de sus derechos. Vivaz y globalizado, reconfigura el Estado y sus capitales en un instrumento encargado de garantizar y sostener sus movimientos. De esta manera, en favor de un golpe del dinero, se operó un cambio que toda la historia urbana de Panamá no hacía sino prefigurar. 



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