¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario)



DEBATE: ¿IGUALDAD DE POSICIONES O IGUALDAD DE OPORTUNIDADES?


Elegir para actuar Por François Dubet, Sociólogo francés, autor de Repensar la justicia social. Contra el mito de la igualdad de oportunidades y DEBATE : ¿IGUALDAD DE POSICIONES O IGUALDAD DE OPORTUNIDADES? , ambos publicados por Siglo XXI.




El editorial de El Dipló de enero puso en cuestión la perspectiva liberal de igualdad de oportunidades defendida por el gobierno de Mauricio Macri. En este debate, el sociólogo François Dubet, responsable de haber reintroducido el tema en la discusión europea, analiza las diferentes concepciones de igualdad. El politólogo Vicente Palermo y el empresario Gustavo Grobocopatel se suman para defender una conciliación entre ambos enfoques.
Las sociedades democráticas que afirman que todos los individuos “nacen libres e iguales” se dividen en dos grandes concepciones de justicia social: la primera apunta a reducir las desigualdades entre las posiciones (o resultados) sociales, entre los ricos y los pobres; la segunda busca promover la igualdad de oportunidades para que cualquiera pueda acceder a cualquier posición social. Ambas concepciones parten de un problema común: buscan reducir la tensión fundamental entre, por un lado, la idea de la igualdad de todos, y, por otro, las desigualdades sociales reales surgidas de las tradiciones, la competencia de intereses y el funcionamiento “normal” de las sociedades modernas y más o menos capitalistas. Estas dos grandes soluciones, la de la igualdad de posiciones o resultados y la de la igualdad de oportunidades, apuntan a reducir ciertas desigualdades sociales para volverlas aceptables, cuando no perfectamente justas. 


El primer modelo, la igualdad de posiciones, está centrado en el conjunto de lugares ocupados por los individuos, sean estos hombres o mujeres, miembros de las minorías visibles o de la “mayoría blanca”, más cultos o menos cultos, más jóvenes o menos jóvenes… Esta representación de la justicia social invita a reducir las desigualdades de ingresos, de condiciones de vida, de acceso a los servicios y de seguridad que están asociadas a las posiciones sociales que ocupan individuos muy diferentes en numerosos aspectos: las calificaciones, el sexo, la edad, el talento… El objetivo es corregir la estructura social más que fomentar la circulación de los individuos entre las diversas posiciones desiguales. 


En este esquema, la movilidad social –la posibilidad de cambiar de posición a lo largo de las generaciones– es una consecuencia indirecta de la relativa igualdad social, pero no es la prioridad. Para decirlo en pocas palabras: no se trata de prometer a los hijos de los obreros que tendrán tantas posibilidades de convertirse en ejecutivos como los hijos de los propios ejecutivos, sino de reducir la brecha en las condiciones de vida y trabajo entre los obreros y los ejecutivos, entre los asalariados y los patrones. Los sindicatos y los partidos de izquierda, y en América Latina los partidos populistas, fueron en general los que impulsaron este proyecto de justicia social, en nombre de las clases trabajadoras, contra la explotación. Dicha concepción considera que el progreso social consiste en redistribuir la riqueza de los ricos hacia los pobres a través de los impuestos y el desarrollo del sector público.


La segunda concepción de la justicia está centrada en la igualdad de oportunidades, la posibilidad de que cualquier individuo ocupe cualquier posición social en función de un principio meritocrático. No apunta tanto a reducir la desigualdad como a luchar contra las discriminaciones que obstaculizan la realización del mérito que permite que cada uno acceda a posiciones desiguales luego de una competencia equitativa en la que los individuos se enfrentan para ocupar posiciones sociales jerarquizadas. Bajo esta perspectiva, las desigualdades serían justas, dado que todas las posiciones son accesibles para todos. Y la definición de las desigualdades sociales cambia sensiblemente, ya que éstas son vistas menos como desigualdades de clase que como el conjunto de obstáculos que se oponen a una competencia equitativa entre los individuos, sin que la estructura de clases sea objetada a priori. 


El ideal aquí no es reducir las desigualdades sino construir una sociedad en la que cada generación se distribuya equitativamente en todas las posiciones sociales en función de los proyectos y el mérito de los individuos. En este modelo, la justicia requiere que los hijos de los obreros tengan las mismas posibilidades que los hijos de los ejecutivos de convertirse en ejecutivos, sin que se ponga en cuestión la distancia entre unos y otros. Asimismo, implica la paridad de la presencia de las mujeres en todos los escalones de la sociedad, pero sin que se transforme la propia escala de actividades profesionales e ingresos. Esta figura de la justicia social también obliga a tener en cuenta la denominada diversidad étnica y cultural, de modo que esté representada en todos los niveles de la vida social.


Esta concepción liberal de la justicia, que apela a la libertad, la movilidad y el mérito de los individuos, parece imponerse en todas partes, tanto a la derecha como a la izquierda del espacio político. La lucha de clases es reemplazada por la tensión entre incluidos y excluidos, y la educación es percibida como la principal herramienta. 


Elegir


Estas dos concepciones son excelentes: al fin y al cabo, queremos vivir en una sociedad que sea a la vez relativamente igualitaria y relativamente meritocrática. Nos escandalizan las brechas de ingresos que separan a los pobres de los ricos, así como nos escandaliza la discriminación impuesta a las minorías, las mujeres, los inmigrantes y los aborígenes que no pueden cambiar de posición social porque, de un modo u otro, están asignados a su lugar. A primera vista, no se trataría de elegir entre el modelo de posiciones y el de oportunidades, dado que una sociedad democrática verdaderamente justa debe combinar la igualdad básica de todos sus miembros y las “desigualdades justas” que surgen de una competencia equitativa. Por lo demás, los que objetan esta competencia en la economía la aceptan de buena gana en la escuela o en el fútbol. 


Sin embargo, el hecho de que queramos a la vez la igualdad de posiciones y la igualdad de oportunidades no nos dispensa de elegir el orden de nuestras prioridades. En términos prácticos, es decir en términos de políticas sociales y programas políticos, no se hace exactamente lo mismo según se elija en primer lugar una u otra. Por ejemplo, no es lo mismo priorizar el aumento de salarios y la mejora de las condiciones de vida en los barrios populares que implementar políticas educativas para que los niños de esos barrios tengan las mismas oportunidades que el resto de acceder a posiciones sociales más ventajosas. Una cosa es abolir una posición social injusta y otra permitir que los individuos puedan superarla, sin cuestionarla. Ambas cosas son deseables, pero hay que elegir cuál hacer primero.


Otro ejemplo: en una sociedad que necesariamente debe establecer prioridades, no es lo mismo mejorar la calidad de la oferta escolar en los barrios desfavorecidos que ayudar a los alumnos desfavorecidos más meritorios para que tengan la posibilidad de unirse a la elite social. En otras palabras, no es lo mismo buscar que los miembros de las minorías etno-raciales estén representados equitativamente en el Parlamento y en los medios de comunicación que orientar la acción política a que los empleos que ellos ocupan estén mejor remunerados y sean menos penosos. El argumento según el cual todo debería hacerse al mismo tiempo no resiste los imperativos de la acción política, que obliga fatalmente a elegir lo que parece más importante y más decisivo. Podemos desear tanto la igualdad de posiciones como la igualdad de oportunidades, pero si no queremos contentarnos con palabras estamos obligados a elegir el camino que consideremos más justo.


La elección se impone porque estos dos modelos de justicia social no son solamente esbozos teóricos. En los hechos, son impulsados por movimientos sociales diferentes, que privilegian grupos sociales e intereses distintos. No movilizan y no construyen exactamente los mismos actores ni los mismos intereses. Una persona no se define ni actúa de la misma manera si lucha por mejorar su posición que si busca incrementar las posibilidades de salir de esa posición. En el primer caso, el actor generalmente es definido por su trabajo, por su “función”, por su “utilidad”… y por su explotación. En el segundo caso, es definido por su identidad, por su “naturaleza”… y por la discriminación que padece en tanto mujer o en tanto minoría estigmatizada. Por supuesto, estas dos maneras de definirse, de movilizarse y de actuar en el espacio público son legítimas, pero no deben ser confundidas, y en todo caso tenemos que elegir cuál priorizar. No hace falta caer en una cosificación de las clases sociales, por un lado, o de las minorías, por otro, para comprender que una sociedad no se percibe y no actúa de la misma manera según elija ante todo las posiciones o las oportunidades.


Posiciones


Defender como prioritaria la búsqueda de la igualdad de posiciones no supone negar toda legitimidad a la justicia de las oportunidades y el mérito. Pero es la perspectiva que considero más adecuada por dos razones esenciales. 


La primera es que la igualdad de posiciones, al invitar a reformar la estructura social, es “buena” para los individuos y para su autonomía; aumenta la confianza y la cohesión social en la medida en que los actores no se inscriben en una competencia continua, que consiste tanto en triunfar como exponer su estatus de víctima de discriminación para beneficiarse de una política específica. La igualdad de posiciones, aunque siempre relativa, crea un sistema de obligaciones y derechos que lleva a destacar lo que tenemos en común más que lo que nos distingue y, en ese sentido, refuerza la solidaridad. No apunta a la comunidad perfecta de las utopías y las pesadillas comunistas, sino que busca mejorar la calidad de la vida social y, por ende, la autonomía personal, ya que uno es tanto más libre de actuar cuando no se ve amenazado por desigualdades sociales demasiado grandes. No contradice la filosofía política liberal, aunque lleve a controlar y limitar el libre juego del liberalismo económico. En síntesis, la mayor igualdad posible es buena en sí misma, siempre y cuando no ponga en cuestionamiento la autonomía de los individuos; más aun: es deseable porque refuerza esa autonomía.


El segundo argumento a favor de la igualdad de posiciones se relaciona con el hecho de que es probablemente la mejor forma de hacer realidad la igualdad de oportunidades. Si las oportunidades se definen como la posibilidad de circular en la estructura social, de subir los escalones, parece evidente que esa fluidez es mayor cuando se reduce la distancia, cuando los que suben no tienen demasiados obstáculos que superar y los que bajan no corren el riesgo de perderlo todo.


Efectivamente, en su propia definición la igualdad de oportunidades no dice nada de la distancia social que separa las posiciones sociales, que puede ser tan grande que los individuos no logren superarla nunca, exceptuando héroes de los que podemos preguntarnos si no son el árbol de la fluidez que tapa el bosque del inmovilismo o, en otras palabras, si no son héroes de propaganda. 


A pesar de la sensatez de lo que Rawls llama el “principio de diferencia”, que invita a que la igualdad de oportunidades no degrade la situación de los menos favorecidos,, claramente hay que constatar que las desigualdades se profundizaron más allí donde se priorizó la perspectiva de igualdad de oportunidades por sobre la igualdad de posiciones. En definitiva, cuanto más valorizan las sociedades únicamente la igualdad de oportunidades, más aceptan las desigualdades sociales reales en nombre de un darwinismo social latente. El caso de Estados Unidos así lo demuestra: en nombre de la igualdad de oportunidades, la desigualdad se duplicó.


En otras palabras, tenemos buenas razones para pensar que el viejo proyecto de reducción de las desigualdades entre los gerentes y los trabajadores, entre los empleados calificados y los menos calificados, entre los barrios ricos y los pobres sigue siendo la mejor manera de hacer que las sociedades se vuelvan más soportables y, a largo plazo, el camino más adecuado para promover indirectamente la igualdad de oportunidades. Si lo pensamos a escala internacional, allí donde las desigualdades son profundas conviene más reducir las desigualdades macrosociales que crear una competencia de todos contra todos en nombre de la igualdad de oportunidades. La igualdad de oportunidades se mejora cuando somos relativamente iguales. En ese sentido, los “viejos proyectos” del movimiento obrero y la socialdemocracia no perdieron su vigencia.




Fuente: Le Monde diplomatique Cono Sur




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