NARCOS… Desde la recuperación de la democracia en 1983, el poder político delega en la policía el control de la inseguridad… Marcelo Fabián Sain
Las grietas del doble pacto
Por Marcelo Fabián Sain para Le Monde diplomatique
Desde la recuperación de
la democracia en 1983, el poder político delega en la policía el control de la
inseguridad, y la policía regula a las organizaciones ilegales. Los recientes
escándalos de narco-policías en Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba demuestran que
este sistema está crujiendo.
En agosto de 2011, dos meses antes de las elecciones presidenciales, en
el marco de un ajuste de cuentas entre grupos narcos de San Martín, en la
provincia de Buenos Aires, se produjo el secuestro y asesinato de Candela Sol
Rodríguez, una niña de 11 años. La policía bonaerense, bajo la supervisión
directa de sus jefes superiores y de las propias autoridades ministeriales,
construyó una presunta banda criminal a la que le imputó el hecho. Lo hizo
utilizando testigos de identidad reservada vinculados al mundillo criminal de
baja estofa o que eran informantes de la propia policía. Ello fue posible
porque el fiscal dejó en manos policiales la conducción de la investigación y
consintió, junto al juez de garantías, el armado de la causa.
El objetivo era ocultar las extendidas relaciones
construidas desde hace más de una década entre la policía y los grupos narco
que operan en San Martín. En septiembre de 2012, la Comisión Especial de
Acompañamiento para el Esclarecimiento del Asesinato de Candela Sol Rodríguez,
creada en el Senado provincial, confirmó la vinculación del crimen con el
narcotráfico. Los legisladores no se anduvieron con eufemismos: “Algunos
funcionarios policiales, denunciados por sus vinculaciones con el narcotráfico
y referenciados de una u otra manera en la causa, son narco-policías que cobran
a las bandas locales para que operen libremente”.
En octubre de 2012, el jefe de la Policía de Santa
Fe, comisario general Hugo Tognoli, fue detenido sospechado de proteger a
grupos narco que operaban desde hacía mucho tiempo en las grandes ciudades de
la provincia. A partir de entonces, fueron detenidos numerosos jefes y
oficiales acusados de formar parte de emprendimientos narco o de tener algún
tipo de vínculo con ellos. En junio de este año la justicia federal imputó a
Tognoli, junto a otros policías, como partícipe necesario del comercio de
estupefacientes agravado por su rol de funcionario público.
En septiembre pasado, efectivos de la Dirección de
Drogas Peligrosas de la Policía de Córdoba, incluyendo al jefe, fueron
detenidos. En el marco de la causa judicial y a través de los sucesivos
testimonios que se conocieron y de los eventos que ocurrieron desde entonces
–entre ellos los supuestos asesinatos de dos policías que fueron presentados
como suicidios–, se supo que, desde mucho tiempo antes, los policías
cordobeses, de estrechísima relación con la Drug Enforcement Administration
(DEA) estadounidense, protegían narcos y regulaban el negocio a cambio de
dinero y drogas.
Los tres casos confirman la idea central de este
artículo: el Estado, a través de las prácticas ilegales de sectores activos y
poderosos de sus policías, no sólo forma parte del narcotráfico, sino que ha
sido el factor determinante de su expansión y configuración actual.
El tema es tanto más grave cuanto que la clase
política, sea de derecha, centro o izquierda, lo rehúye, y para ello apela a
gambetas discursivas: algunos dirigentes han señalado que los poli-narcos son
funcionarios deshonestos institucionalmente aislados que no comprometen al
resto de la organización ni, muchos menos, a sus responsables políticos. Otros
indicaron que los policías implicados son víctimas inofensivas de operaciones
mediáticas de la oposición. Unos pocos dan cuenta del problema pero no
comprenden su envergadura institucional. La mayoría guarda un activo silencio.
Lo que se intenta ocultar es que el involucramiento
policial en el narcotráfico es la consecuencia inevitable de una modalidad de
gestión del crimen inscrita en un doble pacto de gobernabilidad de la seguridad
pública que se impuso en Argentina desde los años 80. Este doble pacto implicó,
por un lado, la delegación del gobierno de la seguridad por parte de las
sucesivas autoridades gubernamentales a las cúpulas policiales (pacto
político-policial). Y, por otro lado, el control de los delitos, y en especial
de la criminalidad compleja, por parte de la policía a través de su regulación
y su participación (pacto policial-criminal). Este doble pacto está en la base
del problema actual.
El doble pacto
Desde la recuperación de la democracia en 1983, la política argentina se desentendió de la seguridad pública. Se impuso, casi unánimemente, el desgobierno político de la seguridad y, junto a ello, la gobernabilidad policial de la seguridad, lo que se tradujo en la delegación de la gestión de la seguridad a las cúpulas de las instituciones policiales y en la conducción autónoma de éstas.
Esta delegación se explica por dos razones. Por un
lado, la consideración en el mundo político de que las instituciones
policiales, aun conservando las mismas bases funcionales, orgánicas y
doctrinarias que se establecieron cuando fueron creadas hace medio siglo, y aun
reproduciendo casi las mismas prácticas represivas y corruptivas del pasado, constituyen
el principal instrumento institucional para el control del crimen y la gestión
de la conflictividad social. Y, por otro lado, la tradicional apatía e
incapacidad con que los sucesivos gobiernos abordaron los asuntos de la
seguridad pública, y fundamentalmente las cuestiones policiales y las
problemáticas criminales.
En los 90, cuando el tema se convirtió en un asunto
de relevancia para la opinión pública, el pacto político-policial no sólo se
mantuvo indemne sino que resultó funcional a la lógica por medio de la cual los
gobernantes intentaron surfear los problemas derivados de la inseguridad.
Mientras las autoridades gubernamentales desplegaban discursos y acciones
tendientes a atenuar los efectos políticos y sociales de la ola de inseguridad,
sobre todo en tiempos de campaña electoral, las policías abordaban la
problemática procurando impedir que dichas cuestiones originaran escándalos o
dieran lugar a situaciones de crisis institucional. En suma, se trataba menos
de enfrentar el delito que de evitar sus efectos políticos desestabilizantes.
En el contexto de este pacto político-policial, los
sucesivos gobiernos consintieron –casi siempre de manera tácita pero también a
veces de forma manifiesta– la regulación policial del crimen. Lo importante no
era la ilegalidad de la actuación policial y, en ese marco, la reiteración
sistemática de prácticas abusivas y corrupciones, sino la ausencia de problemas
que enturbiaran la gestión oficial o la situación política. Todos callaron –y,
por ende, avalaron–que el Estado controlara el crimen mediante el crimen.
Dicho de otro modo: la política argentina acordó que los asuntos
criminales son de incumbencia policial y que su control bien puede implicar la
participación de la policía en su regulación ilegal y la estructuración de un
dispositivo estatal paralelo, siempre que ello no dé lugar a coyunturas
críticas que pongan en tela de juicio la legitimidad y estabilidad de los
gobernantes o de algunos de sus ministros o secretarios de Estado. En este
sentido, la policía gestionó las problemáticas delictivas más complejas y de
mayor rentabilidad interviniendo en ellas.
Mercados ilegales y policías reguladores
La regulación policial ha sido la condición fundamental para la formación y expansión de los mercados ilegales de bienes y servicios más diversificados y rentables: el de las drogas ilegales; el de los autopartes y repuestos obtenidos del desguace de automóviles robados, y el de los servicios sexuales provistos a través de la explotación de personas.
Durante el período constitutivo, los grupos criminales se movieron
buscando la consolidación del emprendimiento delictivo y la estabilización de
las relaciones con la policía, así como con los clientes y otros actores
económicos clave. Peter Lupsha denomina
esta fase como “etapa predatoria”: los actores delictivos procuran el dominio
exclusivo sobre un área, vecindario o territorio que resulta fundamental para
el desarrollo de sus actividades o para la expansión de las mismas,
garantizando dicho dominio mediante el uso de la fuerza o la violencia
“defensiva” a los fines de “eliminar enemigos y crear un monopolio sobre el uso
ilícito de la fuerza”, siempre persiguiendo la obtención de “recompensa y
satisfacción inmediatas” más que detrás de “planes u objetivos a largo plazo”.
En esta fase inicial, el grupo criminal mantiene una relación de subordinación
a los actores políticos y económicos brindándoles fondos o sirviendo para
eliminar o extorsionar a grupos disidentes o enemigos de éstos. “La pandilla
criminal –afirma Lupsha– es sirviente de los sectores políticos y económicos y
puede ser fácilmente disciplinada por éstos o sus agencias de ley y orden.”
En el caso argentino, el actor clave que garantizó
la estabilidad del ambiente, la clandestinidad del negocio y los medios para
consolidarlo como emprendimiento económico fue la policía. El amparo y la
protección de los “representantes de la ley” a los grupos criminales han sido,
en este nivel inicial, la principal condición de desarrollo de los mismos. Por
cierto, sin la protección policial en Argentina habría, sin dudas,
narcotráfico, robo de autos o trata de personas. Pero el significativo aumento
de estas modalidades criminales –y, en particular, la rápida estructuración de
los mercados y las economías ilícitas vinculados a ellas– ha encontrado en la
regulación policial un enorme impulso. Y ello fue así porque, hasta ahora, la
envergadura del negocio criminal no ha hecho posible la autonomización
delictiva respecto de la ordenación policial.
Como destaca Matías Dewey, el éxito de los grupos criminales no se fundó
apenas “en su destreza o capacidad logística sino en que han logrado
relacionarse con ciertos sectores de un socio muy exclusivo: el Estado”. La
protección policial constituyó el eje de la articulación entre agentes
estatales y miembros de organizaciones criminales. Como explica Dewey, nadie la
necesita más que un criminal y nadie tiene más posibilidades de otorgarla que
un agente estatal. En suma, la policía ha sido la verdadera “autoridad de
aplicación” de las reglas de juego del negocio criminal. Y ello sólo ha sido
posible porque, aun con deficiencias e imperfecciones, logró mantener el
control efectivo de los territorios y de sus poblaciones.
Esta regulación supone una modalidad particular de protección estatal al
emprendimiento delictivo. A diferencia del patrocinio efectuado por los grupos
mafiosos italianos o rusos, que no ha implicado ninguna forma de asociación con
el Estado, en Argentina la regulación policial del crimen apuntó básicamente a
evitar que las reglas formales sean efectivas, es decir, suspender la
aplicación de la ley y crear espacios con una “regulación interna sui generis”
que resulten propicios a los emprendimientos criminales. Pero esta falta de
acción no equivale a no hacer nada. Al contrario, implica una serie de
operaciones activas que no se limitan a crear zonas liberadas, sino que también
conllevan la detención y la liberación de personas y la protección de
informantes, entre otras cosas.
Así, la venta de protección va más allá de ciertas
modalidades de corrupción tendientes solamente a obtener ganancias o generar
fondos para el autofinanciamiento ilegal de un sector de la policía. Se trata,
en realidad, de una transacción ilegal estructurante del propio negocio
criminal. En otras palabras, un arreglo derivado del manejo por parte de la
policía de un conjunto de dispositivos y destrezas informales mediante las
cuales ha sido capaz de brindar estabilidad y seguridad a la trama criminal y,
con ello, garantizarle una relativa previsibilidad. La policía, explica Dewey,
construyó “un ambiente relativamente seguro y predecible para ciertos
intercambios económicos”, lo que la convirtió en parte de la empresa criminal.
Todo esto con dos objetivos fundamentales. Por un
lado, obtener fondos. Y, por otro lado, ejercer un cierto control del delito
mediante su regulación efectiva. En el marco del pacto político-policial, el
compromiso político de la policía estuvo orientado a garantizar una
gobernabilidad de la seguridad pública y gestionar las problemáticas criminales
sin notoriedad social ni escandalización. De este modo, la tutela policial a
los embrionarios grupos narco fue la condición necesaria para la expansión y
estabilización del mercado ilegal de drogas, en la medida en que permitió tanto
el dominio territorial como la clandestinidad que los hicieron políticamente
viables. Pero todo cambia.
Las grietas
La posición dominante de la policía ante los grupos criminales operó como la principal condición de reproducción del crimen. En Argentina, a diferencia de otros países de la región, la envergadura y diversificación de los emprendimientos criminales aún es acotada desde el punto de vista de su densidad económica así como también en su incidencia sobre sectores y actividades legales. Hasta ahora, las actividades del narcotráfico –y de las otras manifestaciones criminales organizadas– eran llevadas a cabo por grupos que no poseían autonomía respecto del Estado y, en particular, de las fuerzas de seguridad que los han protegido, favorecido, moldeado y alentado. Estos grupos no han detentado una capacidad de cooptación o control directo de porciones del sistema institucional de persecución penal –fiscales, jueces y policías– ni de las estructuras de gobierno encargadas de la seguridad pública. Tampoco cuentan con la capacidad para llevar a cabo estrategias de contestación armada contra el Estado. Hasta ahora, dependían del Estado, de sus dispositivos paralelos, de la policía. El doble pacto era eficaz.
Pero ya se ven grietas. El caso Candela, así como
las detenciones de narco-policías en Santa Fe y Córdoba, son una manifestación
elocuente. Y ello porque implicaron el quiebre de la capacidad policial de
regulación eficaz del crimen y, por ende, el fin de la invisibilidad política y
social del entramado policial-criminal y del involucramiento político más o
menos directo en esa modalidad de gobernabilidad de la seguridad. Estos casos
revelan el paulatino desfasaje entre ciertos emprendimientos del narcotráfico y
el sistema policial de regulación.
La causa hay que buscarla en la transformación del
narcotráfico en nuestro país. En la última década, el crecimiento sostenido del
consumo de drogas ilegales, en particular de cocaína, en las grandes ciudades
argentinas favoreció la formación paulatina de un mercado minorista creciente,
diversificado y altamente rentable, cuyo abastecimiento fue provisto mediante
una diversificada estructura de menudeo. Esta expansión se explica por una
serie de condiciones y disposiciones culturales y económicas pero también por
un factor fundamental: la proliferación de “cocinas” en las que se comenzó a
producir localmente cocaína. La adquisición en países limítrofes de pasta base
y su traslado transfronterizo, el fácil acceso a los precursores químicos
necesarios y el aprendizaje para la elaboración del clorhidrato de cocaína les
brindaron a los grupos narco locales la oportunidad de convertirse en
productores.
Esto cambió todo. No sólo se diversificó el emprendimiento criminal en
cuanto a su estructuración espacial y organizacional sino que se amplió
significativamente la disponibilidad y oferta de cocaína en el mercado interno.
“Empezaron a aparecer las cocinas, en las cuales, en un pequeño espacio y con
un par de bidones de precursores se elabora la droga”, explica el sociólogo
Enrique Font. Eso hizo que se diversifique territorialmente la producción y que
se multipliquen las personas vinculadas a la venta de drogas reproduciendo un
sistema parecido al de la economía informal.
Esta novedosa vinculación directa de la producción
con la venta minorista de cocaína amplió la envergadura del negocio, que se
hizo más complejo y rentable. Pero también favoreció la competencia entre
grupos criminales por el dominio de ciertos territorios o circuitos de
producción y comercialización de drogas, lo que derivó en ajustes de cuentas
mediante el accionar de sicarios o enfrentamientos armados. Todo esto, sumado a
la intromisión de alguna que otra policía no vinculada al negocio y dispuesta a
desarticular el pacto bajo el amparo de algunos pocos jueces y fiscales,
comenzó a horadar poco a poco la eficaz clandestinidad, que le garantizaba
estabilidad y discreción al emprendimiento narco.
Las incógnitas
El desarrollo del negocio narco y, en ese contexto, la diversificación y el fortalecimiento organizacional de los grupos criminales que lo llevan a cabo se conjuga con las cada vez más evidentes incompatibilidades entre el dispositivo legal del Estado y el esquema paralelo creado por la policía, que genera confrontaciones por la protección del crimen. Esto está contribuyendo a inviabilizar, política y socialmente, la regulación policial del crimen.
Los grupos criminales que consiguen afianzarse en un determinado ámbito
geográfico, ampliando sus negocios y conexiones, comienzan a entablar
relaciones de creciente paridad con
los actores institucionales –entre ellos la policía– y económicos, mediante la
combinación de una destreza empresarial dirigida a satisfacer la demanda de
bienes y servicios ilícitos. Con el tiempo, van fortaleciendo su capacidad
corruptiva mediante acciones sistemáticas de soborno y la inversión en
actividades económicas lícitas o, directamente, en el financiamiento de la
política, de algún gobernante o de algún candidato. Se trata del período que
sigue a la etapa inicial de penetración, lo que Peter Lupsha denomina “etapa
parasitaria”, en la que el grupo criminal desarrolla una interacción corruptiva
con los sectores del poder. “La corrupción política que acompaña la provisión
de mercancías y servicios ilícitos –explica Lupsha– proporciona el pegamento
necesario para unir los sectores legítimos de la comunidad y las organizaciones
criminales del bajo mundo”, posibilitando que el grupo criminal adquiera una
significativa incidencia sobre la economía, la política y la institucionalidad
locales. Esto, a su vez, le permite quebrar la posición de subordinación que
mantenía con la policía y la justicia. Así, la expansión del grupo criminal lo
ubica en una relación de “mutualidad” con los sectores económicos, políticos e
institucionales y hasta de subordinación de los mismos, en un contexto signado
por un creciente control de las estructuras gubernamentales. “El anfitrión, los
sectores políticos y económicos legítimos, se vuelve ahora dependiente del
parásito, los monopolios y las redes del crimen organizado, para sostenerse a
sí mismo”. Se pasa así a una etapa simbiótica, en la que el crimen es
dominante: “Los medios tradicionales del Estado para hacer cumplir la ley ya no
funcionan, pues el crimen organizado se ha vuelto parte del Estado; un Estado
dentro del Estado”.
La incógnita pasa por saber si la política tendrá
la voluntad y la capacidad para abandonar esta modalidad de gestión del crimen
o si, en su defecto, insistirá en su reproducción, incluso al riesgo cierto de
que la transformación del fenómeno criminal termine quebrándola. El panorama es
poco alentador. Luego de destapado el caso Candela, el oficialismo se impuso
cómodamente en las elecciones de gobernador de la provincia de Buenos Aires de
octubre de 2011. Lo mismo sucedió en las elecciones legislativas de 2013 con las
victorias oficialistas en Córdoba y Santa Fe. Estos triunfos se produjeron a
pesar de las evidencias de que sus gobernantes habían consentido el doble
pacto, lo intentaron ocultar cuando se hizo público y lo continuaron,
aggiornándolo apenas, después, lo cual confirma que la incidencia electoral de
estos desmadres es menor. Todo esto, en definitiva, alimenta el letargo
gubernamental y refuerza el riesgo de que derive en una peligrosa reproducción
caótica del doble pacto.
Fuente: Le Monde diplomatique Cono Sur
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