La Reforma del Servicio de Inteligencia del Estado. Por Marcelo Fabián Sain para Le Monde diplomatique
Entre lo ideal y lo posible
Por Marcelo Fabián Sain, Diputado
en la provincia de Buenos Aires por Nuevo Encuentro. Director del Núcleo de
Estudios sobre Gobierno y Seguridad de la Universidad Metropolitana para la
Educación y el Trabajo.
La reforma de la
Secretaría de Inteligencia propuesta por la presidenta Cristina Fernández fue
rechazada de forma unánime por la oposición, que la calificó de “un simple
cambio de nombres para que todo siga igual”. El autor de este artículo, sin
embargo, destaca los avances democráticos sustanciales que implica.
El 26 de enero, la presidenta Cristina Fernández anunció la remisión al
Congreso de la Nación de un proyecto de ley orientado a reformar el sistema de
inteligencia nacional en aspectos sustantivos. Rápidamente, sin que mediara el
tiempo necesario para una mínima reflexión sobre el contenido del anuncio
presidencial o para efectuar alguna escueta evaluación política, el conjunto de
la oposición se opuso al unísono, echando mano a diferentes motivos y razones,
mientras que el partido oficial manifestó un tibio apoyo a la iniciativa.
Un buen análisis del contexto de emergencia y de
las condiciones político-institucionales de la propuesta oficial de reforma
brinda algo que habitualmente se pierde de vista: las acciones políticas las
llevan a cabo actores en situación, esto es, actores políticos en
circunstancias que no producen ni manufacturan a su gusto sino que están ahí,
en ese lugar y en ese momento, y que pueden resultar constrictivas o
habilitantes, dependiendo, entre otras cuestiones, de las capacidades e intereses
políticos de esos mismos actores para comprender aquellas condiciones
situacionales, así como de sus habilidades y capacidades para obrar en ese
escenario. Abordar una reforma institucional de semejante envergadura sin tener
en cuenta estos factores es una licencia tolerable para diletantes o para
especuladores. En suma, los actores y el contexto cuentan.
Desgobierno político
Con el anuncio, Cristina Fernández efectuó una
autocrítica poco habitual en la clase política argentina, la que llamativamente
pasó inadvertida por propios y ajenos. Sostuvo que la reforma del sistema de
inteligencia nacional era una “deuda pendiente de la democracia desde el año
1983” y que dicho débito pesaba, según sus palabras, sobre “todos los que hemos
sido gobierno” desde entonces, incluidos, por cierto, el gobierno de Néstor
Kirchner y el que ella misma lidera.
Y fue más a fondo en la exégesis de la crisis
institucional en ciernes. Sostuvo que, a partir de 2013, integrantes –más
precisamente, “servicios”– de la Secretaría de Inteligencia comenzaron a
“bombardear” el Memorándum de Entendimiento entre el gobierno argentino y el de
la República Islámica de Irán “sobre los temas vinculados al ataque terrorista
a la sede de la AMIA” en julio de 1994. Lo hicieron de manera soterrada
mediante la proliferación de una “serie de denuncias contra esta Presidente de
lo más insólitas”, las que se sucedieron vertiginosamente “con la complicidad
de grupos de fiscales, de grupos de jueces, de los consabidos denunciantes
anónimos y también de los periodistas amplificadores o medios de
desinformación”.
Estos sectores son los que fueron convirtiendo a la
SI en una filial local tanto de la Central Intelligence Agency (CIA)
estadounidense como del Israeli Secret Intelligence Service (Mossad) israelí.
Y, en este marco, los espías locales se constituyeron en el principal órgano
investigativo encargado de “descarriar” la pesquisa sobre las responsabilidades
del atentado contra la AMIA, a los efectos de impedir el conocimiento de la
“conexión local” –que conducía a ciertos grupos sirios y a sectores de la
Policía Federal Argentina– y a forzar la situación para colocar como única
hipótesis investigativa a la denominada “pista iraní”, tan endeble como
funcional a los intereses de seguridad internacional estadounidenses e
israelíes de entonces. El fiscal federal Alberto Nisman, colonizado cultural e
institucionalmente por los “servicios” locales, de movida fue un mero empleado
de esta saga, ante la pasividad del grueso de la clase política local.
Ahora bien, los dichos de la primera mandataria de
fines de enero dan cuenta del más serio problema en la gestión histórica de los
asuntos de la inteligencia estatal: el desgobierno político de los organismos
de inteligencia y la delegación de sus conducciones a los propios espías. Algo
parecido a lo que habitualmente ocurre en materia de seguridad pública con el
comisariato. En este caso, el accionar contestatario del grupo operativo más
importante de la SI contra la decisión presidencial de acordar el Memorándum es
un reflejo o, más bien, un producto de ese desgobierno y, en su marco, de la
fagocitación –cultural, institucional y política– de los funcionarios
gubernamentales que estaban al frente del organismo por parte de la “línea”.
El otro aspecto dramático de la defección política
en la SI ha sido la articulación de una extendida trama de influencias y
manejos de los espías sobre una porción significativa de jueces –de instrucción
y camaristas– y fiscales, en especial, del fuero penal federal y, a través de ello,
la digitación de investigaciones criminales y de causas judiciales. El influjo
de los espías sobre los jueces y fiscales data de la década de 1990, cuando el
gobierno neoliberal de entonces dispuso que la SIDE fuera el ámbito de
financiamiento y de aprietes para domesticar a la justicia federal en lo penal.
El sistema era gestionado por miembros del gabinete del presidente Carlos
Menem. Pero, más tarde, esa atribución recayó en la cúpula de los agentes de
inteligencia, lo que apuntaló más aún el poder institucional en las sombras de
estos connotados chivatos estatales.
Ante el embate de los profesionales del secreto, el
gobierno se quedó sin gestión política, esto es, sin diagnóstico situacional e
institucional sobre los intersticios de la inteligencia estatal, sin estrategia
política de intervención y, quizás lo más importante, sin cuadros políticos
preparados para apropiarse de manera inmediata del gobierno de este escabroso
sistema de catacumbas.
En este
contexto, todo se convirtió en coyuntura, y en ella sólo primaron las destrezas
o errores tácticos, el juego corto y rápido, el ensayo y el error fugaz,
siempre condicionado por la avidez en impedir que la crisis escalase a un nivel
mayor, nada de lo cual impidió que el gobierno propusiera una significativa
reforma del sistema de inteligencia nacional.
Progresía y “republicanismo”
En ese contexto de emergencia, la propuesta
presidencial de reforma del sistema de inteligencia es loable y adecuada a las
condiciones imperantes. Ante su anuncio, fueron pocos los actores políticos y
sociales que respaldaron la iniciativa. La inmensa mayoría interesada en el
asunto asumió una posición crítica que pivoteó entre dos extremos. De un lado,
los partidarios de llevar a cabo una reforma profunda y total de la inteligencia
estatal, cuyas bases legales e institucionales resulten de un gran debate
nacional protagonizado por los partidos políticos, los actores institucionales,
las organizaciones sociales y los sectores empresariales. Del otro lado, los
que, con parrafadas eufemísticas y prosas de trapecistas, repudian cualquier
tipo de reforma y, por ende, postulan soterradamente la continuidad del actual
sistema de inteligencia. El gobierno escogió, en las actuales condiciones
políticas, la alternativa de la reforma posible. Y, además, aceptó la
introducción de cambios significativos durante el tratamiento legislativo de la
propuesta oficial.
Para los reformistas radicales, se trata de una
reestructuración acotada, sin un gran acuerdo nacional y en un tiempo
perentorio incompatible con los grandes consensos democráticos, descartando de
antemano la consideración de la reforma oficial como un acontecimiento
disruptivo que dé lugar a algunos cambios sustantivos. Para esta progresía –más
intelectual que política–, el gradualismo o el reformismo parcial constituye
una displicencia intolerable, dando cuenta una vez más de que en sus
evaluaciones sobran las prescripciones morales y eruditas y falta el poder. Y
para los conservadores “republicanos”, se trata de una reforma a “destiempo”,
que constituye una “farsa”, un “engaño” y que resulta una salida
“gatopardista”, a la que no hay que apoyar de ninguna manera, ni siquiera ante
la evidencia de que el oficialismo gubernamental y legislativo esté dispuesto a
introducir cambios de forma y fondo, tal como ocurrió durante el debate
parlamentario acontecido en los días pasados en el Senado Nacional. Llevados a
un extremo, por razones diversas, unos y otros convergen en lo mismo: el
mantenimiento del sistema existente.
Ahora bien, ¿la propuesta de reforma al sistema de
inteligencia del gobierno es de menor porte? Veamos.
¿Sólo cambio de nombre?
En el proyecto oficial se propone la disolución de
la Secretaría de Inteligencia y la creación de la Agencia Federal de
Inteligencia (AFI) como órgano rector del sistema de inteligencia nacional.
Para la oposición, ello constituye un mero cambio de nombre, pero esto sólo se
puede sostener si se pasan por alto algunos aspectos clave de la reforma.
En la propuesta gubernamental, la AFI mantendrá la función general y
rectora de “producción de inteligencia nacional referida a los hechos, riesgos
y conflictos que afecten la defensa nacional y la seguridad interior, a través
de los organismos que forman parte del Sistema de Inteligencia Nacional”. Pero
se le transfiere una tarea que, hasta entonces, estaba a cargo de la Dirección
Nacional de Inteligencia Criminal: la “producción de inteligencia criminal
referida a los delitos federales complejos relativos a terrorismo,
narcotráfico, tráfico de armas, trata de personas, ciberdelitos, y actos contra
el orden económico y financiero, así como los delitos contra los poderes
públicos y el orden constitucional”, y lo hará con “medios propios de obtención
y reunión de información”. De este modo, la AFI se valdrá del sistema en su
conjunto para la producción de inteligencia nacional y la contrainteligencia,
tal como lo tenía asignado la SI aunque nunca cumplió cabalmente con esa
función, y también llevará a cabo la producción de inteligencia criminal en
materia de delitos de carácter federal y delitos contra los poderes públicos y
el orden constitucional. Tanto la contrainteligencia como estos aspectos de la
inteligencia criminal serán llevados adelante por la AFI con una dotación de
agentes de información e inteligencia operacional propios.
Por su parte, la transferencia de la Dirección de
Observaciones Judiciales –DOJ– al ámbito de la Procuración General de la
Nación, para que sea ésta la instancia encargada de administrar y gestionar la
dependencia responsable de ejecutar las interceptaciones o captaciones de
comunicaciones privadas que fueran autorizadas u ordenadas por las autoridades
judiciales competentes, no parece un cambio nimio. Si el “monopolio” de la
ejecución de las “escuchas” legales le otorgaba a la SI la cobertura de
“legalidad” para conocer e inmiscuirse en las investigaciones criminales que
fueran de su interés o para llevar a cabo el desarrollo de las “escuchas”
ilegales que la convertía en un órgano de espionaje político, aquella
transferencia es significativa.
La oposición repudia este traspaso porque considera
que la procuradora general de la Nación, Alejandra Gils Carbó, es una
funcionaria alineada al gobierno nacional y que opera en su favor en las causas
judiciales relevantes que tienen en jaque al poder, lo que implicaría que esta
funcionaria utilizaría las “escuchas” para manipular las investigaciones
criminales. Algunos de sus referentes agregan que el destino de la DOJ debería
ser la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Esto adolece de dos falacias formuladas por los
“republicanos”.
Primero, la decisión acerca de efectuar una
interceptación de comunicaciones en el marco de una investigación criminal
corresponde exclusivamente a las autoridades judiciales competentes –juez de
instrucción y/o fiscal–. En el nuevo Código Procesal Penal, ello estará en
manos del fiscal del caso y requerirá de la autorización del juez de garantías.
Dicho de otro modo: no será Gils Carbó quien decida si corresponde o no una
“escucha”.
Segundo, siguiendo la lógica del argumento
“republicano” de la politización partidaria de la justicia, también se puede
sospechar dicha politización en la Corte Suprema.
Así y todo, el discutido traspaso tiene dos
dimensiones. Por un lado, la salida de la DOJ del órgano central de
inteligencia. He aquí un primer dilema: ¿se quiere o no que la AFI siga siendo
sede de la DOJ? Por otro lado, el destino del traspaso. He aquí un segundo
dilema: ¿la sede debe ser la Procuración General de la Nación o la Corte
Suprema de Justicia de la Nación? En verdad, cabe dudar de la verdadera
intención de la oposición “republicana” al rechazar el mencionado traspaso.
Algunos, con eufemismos y vericuetos discursivos, quieren que el órgano central
de inteligencia siga siendo la sede de la DOJ y otros pretenden que el manejo
de las “escuchas” recaiga en un ámbito institucional –la Corte Suprema de
Justicia de la Nación– dirigido por lo que consideran un aliado –o miembro– de
la oposición “republicana”.
Finalmente, no parece irrelevante que la
designación del director general y subdirector general de la AFI por parte del
Poder Ejecutivo Nacional deba contar con acuerdo del Senado de la Nación. Ello
obligará a que el candidato tenga que dar cuenta frente a los senadores de las
políticas y estrategias que llevará adelante en el desempeño de sus funciones.
Defensa nacional y seguridad interior
El proyecto de ley remitido por el Poder Ejecutivo
al Congreso Nacional proponía una reformulación conceptual e institucional de
la inteligencia nacional y del sistema de inteligencia que resultaba engorrosa
y que tenía dos consecuencias regresivas. Por un lado, dejaba a la Dirección
Nacional de Inteligencia Estratégica Militar fuera de la dirección superior
ejercida por la AFI y, de ese modo, el organismo superior de inteligencia
militar se autonomizaba dentro del sistema de inteligencia nacional. Por otro
lado, se habilitaba la posibilidad de que las Fuerzas Armadas pudieran hacer
inteligencia en materia de seguridad interna, lo que constituía una violación a
la Ley 23.554 de Defensa Nacional y a la Ley 24.059 de Seguridad Interior.
Estas deficiencias fueron dejadas de lado con las
primeras modificaciones introducidas por las comisiones de trabajo de la Cámara
Alta. Y, con ello, se logró que la “inteligencia nacional” esté exclusivamente abocado
a la producción de los conocimientos referidos a “los hechos, riesgos y
conflictos que afecten a la defensa nacional y la seguridad interior de la
Nación”, es decir, que la inteligencia constituya parte de las acciones de la
seguridad y la defensa. También se diluyeron los temores –de unos y otros–
sobre la eventual injerencia castrense en materia de seguridad pública, tan
proclamada por la oposición y que también tenía la atención puesta de los
sectores políticos y sociales que apoyaban la iniciativa.
En este sentido, se garantizó que el sistema de
inteligencia nacional así como la propia conceptualización de la inteligencia
nacional –y sus dimensiones constitutivas, esto es, la inteligencia
estratégica-militar y la inteligencia criminal– fuesen armónicos con el
consenso básico en materia de defensa nacional y seguridad interior
materializado en las leyes 23.554 de Defensa Nacional y 24.059 de Seguridad
Interior. El carácter derivado y complementario de la Ley 25.520 respecto de
estas otras leyes anteriores se mantuvo, respetando la conceptualización de la
defensa nacional como el esfuerzo institucional destinado a conjurar todo tipo
de agresiones militares de origen externo; la distinción legal e institucional
entre la defensa nacional y la seguridad interior; la definición de las
instituciones castrenses exclusivamente como instrumentos militares de la
defensa nacional; la expresa prohibición de que las Fuerzas Armadas produzcan
inteligencia referida a los asuntos de política interna del país; y el carácter
excepcionalísimo que tendría toda eventual intervención militar para conjurar
situaciones de conmoción interior, que son los parámetros
políticos-institucionales fundamentales sobre los que se asentó aquel consenso
básico.
Inteligencia e investigación
La propuesta inicial del gobierno proponía la
incorporación de una nueva actividad de inteligencia regulada por la Ley 25.520
y que hacía referencia a las “actividades de inteligencia interior”
limitándolas a la “investigación de delitos federales complejos, inteligencia
criminal compleja o atentados contra el orden institucional y el sistema
democrático”.
Esto era problemático porque circunscribía la
“inteligencia interior” a labores inscriptas en el marco de la “investigación”
de determinados delitos sin tener en consideración que la “inteligencia”
implica un conjunto de actividades diferentes y, a veces, de mayor amplitud que
la información y el análisis propios de la instrucción de una investigación
penal preparatoria, cuya envergadura y temporalidad está inevitablemente
determinada por el objeto procesal de la causa de referencia. En consecuencia,
la utilización del concepto “investigación” limitaba la producción de
inteligencia a la gestión de información y análisis del expediente judicial.
Como se sabe, el núcleo dominante de espías de la SI ha digitado la
labor de numerosos jueces y fiscales en todo el país, a los que se conoce como
“los jueces y fiscales de la SI”. Mediante ellos, “digitan causas judiciales,
inventan acusaciones, garantizan impunidad, imputan delitos a inocentes,
extorsionan”. Esta relación espuria estaba asentada en la estructuración de
cierto prebendismo basado en “gratificaciones” mensuales –otrora conocidas como
“la cajita feliz”–, así como en el favorecimiento para ganar concursos,
asegurar carreras profesionales, evitar trances incómodos en ellas y otras
acciones deleznables que han hecho posible que los espías maniobren sobre la
justicia.
Nada parece indicar que la participación de la SI
en investigaciones criminales “ante requerimiento específico realizado por
autoridad judicial competente en el marco de una causa concreta sometida a su
jurisdicción” –tal como se establece en la Ley 25.520– haya sido la base de esa
vinculación promiscua. Además, no son numerosas las intervenciones de la SI en
investigaciones judiciales, y sí son significativos los casos en los que esa
participación en pesquisas resonantes o de alta complejidad ha sido eficaz. En
todas estas investigaciones medió una clara directiva política y siempre la SI
actuó junto con otras policías.
Así y todo, se estableció que a aquellos
funcionarios de inteligencia que intervengan en investigaciones judiciales “les
serán aplicables las reglas procesales correspondientes”, lo que era obvio, ya
que no podrían aplicarse ningunas otras reglas que no fueran las establecidas
en el Código Procesal Penal.
Transparentando lo opaco
La propuesta oficial apunta a generar una mayor
transparencia en la gestión de la información y los archivos de los organismos
del sistema de inteligencia nacional.
La adecuación de las actividades de los organismos
de inteligencia a la Ley 25.326 de Protección de Datos Personales garantizará
que la revelación o divulgación de información sobre personas físicas o
jurídicas, públicas o privadas, producida por dichos organismos en el ejercicio
de sus funciones deriven solamente de una orden judicial. Asimismo, la
conformación de Bancos de Protección de Datos y Archivos de Inteligencia a los
efectos de regular las condiciones y procedimientos para la recolección,
almacenamiento, producción y difusión de la información generada por los
organismos de inteligencia en el ejercicio de sus funciones, también constituye
una medida importante en ese sentido.
Por su parte, se establecieron tres niveles de
clasificación de seguridad para toda información, documento o material de los
organismos de inteligencia, a saber, “secreto”, “confidencial” y “público”.
Antes, todo era secreto. Y se estableció en 15 años –en la versión original ese
plazo era de 25 años– el tiempo mínimo por el cual no podrán desclasificarse
aquellos archivos. Del mismo modo, toda persona u organización que acredite
interés legítimo podrá iniciar una “petición de desclasificación” ante el Poder
Ejecutivo.
Otro aspecto fundamental de la iniciativa oficial
está dado con la gestión y el control de los fondos asignados a las actividades
de inteligencia. Aunque en la legislación vigente nada impedía que parte de los
fondos presupuestarios asignados a los organismos de inteligencia fuesen
públicos y otra fracción fuesen “fondos reservados”, la costumbre ejecutiva y
legislativa era de asignar a la totalidad de los fondos para la inteligencia el
carácter de reservado. Ello facilitaba que la SI financiara ilegalmente a
jueces y fiscales, periodistas y políticos o que afrontara los gastos para
emprender operaciones ilegales o montar empresas “paralelas”.
Las facultades de supervisión y control de los
fondos reservados por parte de la Comisión Bicameral de Fiscalización de los
Organismos y Actividades de Inteligencia son amplios y detallados. Las
obligaciones del Poder Ejecutivo a favor de brindar información y aportar
documentación acerca de la utilización de esos fondos también son precisas.
Pero ni unos ni otros han cumplido su parte y, por ende, nunca hubo control.
La propuesta oficial establece que las partidas
presupuestarias destinadas a la inteligencia deben ser “públicas” y, en
consecuencia, están sujetas a la administración financiera ordinaria. Sólo
podrán mantener el carácter de “reservados” aquellos fondos orientados a
financiar las “labores de Inteligencia”. Asimismo, se fijó la obligación de que
los organismos de inteligencia establezcan los “procedimientos necesarios para
una adecuada rendición de los mismos y la preservación de la documentación
respaldatoria”.
Finalmente, se establecieron criterios de
transparencia en el desempeño del personal de inteligencia de la AFI mediante
la prohibición a éstos de establecer relaciones con funcionarios y empleados de
los poderes públicos federales, provinciales o locales en cuestiones vinculadas
a las labores de inteligencia, así como la obligación de presentar
declaraciones juradas de bienes patrimoniales, según la Ley de Ética Pública.
Desafíos y deudas
La reforma impulsada por el gobierno nacional
constituye un avance institucional notable en función de sentar nuevas bases
legales y organizacionales de la inteligencia estatal.
Los “republicanos” señalan que la propuesta oficial es un mero cambio de
nombre y de mudanzas institucionales insignificantes. Pero, al mismo tiempo,
indican que, si ganan las elecciones de octubre, van a “derogar la ley de inteligencia
del oficialismo”. ¿Para qué van a invalidar algo que es irrelevante? ¿Nada de
lo señalado anteriormente constituye un avance en favor de una “agencia de
inteligencia sujeta a los principios del sistema democrático” basado en “el
control, la transparencia y el secreto como excepción, no como normalidad”, tal
como postulan en el “Compromiso Consenso Parlamentario” la UCR, el PRO, la
Coalición Cívica, el Frente Renovador, UNEN, el Peronismo Federal y otros
partidos minoritarios? Decidieron no participar en el debate parlamentario
sobre el proyecto de ley de referencia, pese a que durante los últimos cinco
años presentaron más de una treintena de proyectos de ley impulsando reformas
al sistema de inteligencia estatal.
Otro es el clima imperante en la vereda del progresismo, al que no le
vendría mal una pizca de realismo político. Sin dudas, el secuestro de las
condiciones de aplicación de una reforma institucional compleja birla la
posibilidad del cambio, aunque éste sea “mínimo”. Sin embargo, ello les garantiza
a algunos referentes de esta tribu un lugar en el parnaso de la simbología
progresista y de las luchas por la revolución cultural. Esto es políticamente
legítimo pero no alcanza para escamotear las responsabilidades que han tenido
ciertos miembros de esa progresía cuando tuvieron altas responsabilidades de
gobierno, ya sea de manera directa o en las sombras. En esas experiencias
institucionales, proliferaron los protocolos y las resoluciones formales por
doquier pero no formularon ni impulsaron ningún tipo de reformas en las
estructuras de inteligencia en sus ámbitos de actuación. No es indigno que no
las hayan llevado a cabo –ello depende de muchos factores ajenos a su voluntad
y a sus destrezas–, sino que no las hayan querido hacer ni que hayan trabajado
en sentar las bases institucionales y políticas para impulsarlas. La
continuidad del Cuerpo de Informaciones de la Policía Federal Argentina creado
en 1963 mediante el Decreto-Ley “S” 9.021/63 como un verdadero servicio ilegal
de informaciones e inteligencia orientado, entre otras cosas, al espionaje
político, es apenas una de las manifestaciones de ello. También lo es la
quietud frente al “Proyecto X” montado en el ámbito de la Gendarmería Nacional
y que, tal como fue ventilando en la investigación judicial y como lo ha
detallado el periodista Miguel Bonasso, “es una gigantesca base de datos sobre
la militancia social y política de este país; datos obtenidos por medios
ilegales como la infiltración y el espionaje mediante agentes civiles”.
Ahora bien, ¿los cambios legales e institucionales
impulsados por el gobierno garantizan por sí mismos la reforma integral del
sistema de inteligencia nacional? No, pero sientan las bases normativas de una
reconversión significativa. Ello depende de las capacidades del actual gobierno
para detonar el viejo
esquema.
Hay ciertos cambios inmediatos que son tangibles y
que van en ese sentido. Cuando Cristina Fernández decidió en diciembre de 2014
desplazar a los funcionarios políticos que estaban al frente de la SI y a los
“jefes” de la estructura de espías dominante y, con ello, impulsar una suerte
de “intervención” política sobre el organismo designando nuevas autoridades con
la directiva de depurarlo e impulsar los cambios abordados más arriba, se
quebró la indiferencia política y hubo una apropiación oficial del gobierno
político del sistema de inteligencia nacional.
Esto produjo dos cambios relevantes. Primero, se
dejó de asignar los fondos reservados destinados a financiar a jueces, fiscales
–los llamados “viudas de la cajita feliz”– y periodistas. Y, segundo, se
desarticuló la estructura de agentes y funcionarios “inorgánicos” que formaban
parte de la dotación, caso permanente de la SI.
Asimismo, el despido forzado de los viejos
referentes del aparato estatal de inteligencia encabezados por el agente del
recontra-espionaje Antonio “Jaime” Stiuso colocó a éstos fuera del Estado. Su
eventual accionar contra el gobierno –o contra magistrados, legisladores,
políticos o cualquier persona– los convierte en un grupo delictivo que atenta
desde la clandestinidad contra la institucionalidad democrática, con los
riesgos que ello inaugura para estos chivatos profesionales.
Son numerosas las deudas institucionales pendientes
para producir una reforma integral del sistema de inteligencia nacional, en
particular, aquellas referidas a la inteligencia militar, por un lado, y a la
inteligencia criminal, por el otro. Pero esas deudas no desacreditan ni
devalúan los progresos que la reforma institucional en ciernes implica para
nuestro país, sin perder de vista que es el o la presidente que comience su
gestión en diciembre de este año quien tendrá a su cargo la decisión de
regresar al viejo esquema o de profundizar los cambios llevados a cabo en estos
tiempos.
Fuente: Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
Muy bueno.
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