Era inútil. Cada esfuerzo parecía agravar el
inconveniente. El sombrerito de paño no quería cubrir adecuadamente aquella
vergonzosa calvicie, surcada por escasos cabellos estirados que el peluquero
extendía tres veces por semana a través del cráneo, última barrera de toda
ilusión absalónica. Los manotazos que llevaban al sombrerito de derecha a
izquierda eran, según la tácita opinión del matemático presente, un puro
derroche de energía. Mi pobre amigo estaba más nervioso que los otros días. Una
sola taza de café -¡y de qué miserable café!- lo había reducido a ese estado.
No podía estar quieto: la silla se agitaba debajo de él con graves crujidos y
bruscos estruendos sofocados por el piso. Los cigarrillos -había fumado dos
paquetes en pocas horas-, le habían dado una especie de delirio confabulatorio
que comenzaba a preocuparme. Desde muy temprano, cuando llegué a la ciudad, no
tuve ánimo para dejarlo solo. Probablemente sufría, pero no quería hablar del
motivo de su sufrimiento.
Viéndolo
allí, en el café, con el lápiz en la mano, los ojos extraviados, el sombrero
sobre una pared y el cigarrillo apagado, que surgía oblicuo y cayéndose de uno
de los ángulos de los labios morados, daba casi miedo y ya el camarero, en
secreto, me había pedido al oído que lo llevara a casa.
Se
lo propuse.
-¿A
casa? -me dijo, mirándome de través-. ¿Y dónde está mi casa? No tengo una
piedra donde apoyar mi cabeza.
Estas
últimas palabras las pronunció sonriendo levemente, pero de inmediato retomó su
acento trágico.
-¿Por
qué -continuó- no se puede tener el derecho de repetir las palabras de Cristo?
¿No somos hijos del hombre como él? ¿No debemos beber la hiel como él? Y si
alguna vez lo quisiera, ¿no podría ser torturado como él?
El
matemático, que hasta entonces no había abierto la boca más que para sorber su
cafecito, se volvió hacia mí y dejó caer una breve sentencia como desde lo alto
de la sabiduría:
-¡Literatura!
Mi
amigo no contestó. Se tocó nuevamente el pobre sombrero y llamó en voz alta:
-¡Muchacho!
Entró
el chico vestido de rojo; tenía una ancha boca de batracio.
-¡Una
vela encendida!
Cuando
le colocaron la vela delante, apoyó la mano sobre la llama apretando los
labios.
-¿Qué
haces?
Traté
de retirarle el brazo, pero se defendió con el otro y mantuvo la mano curvada
sobre el fuego. Los parroquianos del café fijaron su atención en nosotros y
miraban: el propio dueño acudió, profundamente serio y con los ojos que
parecían salírsele de las órbitas, sin saber qué decir. El matemático miró el
reloj. Empezamos a sentir olor a quemado. Algunas personas se levantaron
murmurando que era una porquería y se fueron sin pagar.
Le
di un nuevo sacudón al brazo y apagué la vela. Mi amigo extrajo el pañuelo, se
vendó la mano ennegrecida y dijo con voz furiosa:
-Lo
hice para contestarle a ese imbécil.
Y
se levantó. Dejamos el café en medio del vocerío de los espectadores. Hubo
quien hablaba de llamar a la policía o a un médico. Una señora afirmaba con
énfasis:
-¡Es
un faquir! ¡Es un faquir!
Dejamos
las calles del centro en silencio y atravesamos el puente para subir a la
colina que tantas veces había hospedado nuestros entusiastas conciliábulos. El
sol esparcía relámpagos desde el oro de la basílica y en medio de la fachada el
enorme Cristo de mosaico, de cabellos negros y dilatados ojos, contemplaba
duramente a la ciudad baja, extendida a sus pies, que no hacía caso de él.
Pero
no llegamos hasta arriba. Dejamos la avenida y tomamos por una calle secundaria
que lleva al prado de los olivos. Sobre el césped cortado se levantaban como
siempre los horadados muros republicanos y arriba, en lo alto, las cruces de
mármol blanco del cementerio de lujo. Sentada al pie de un árbol una vieja de
chal rojo se peinaba con recogimiento, observando cada tanto el peine con
singular atención.
-Detengámosnos
aquí -dijo mi amigo-. No tengo ganas de caminar y querría decirte algo.
Nos
sentamos como pudimos sobre las piedras que flanquean el sendero. Se escuchaba
el chirrido del tranvía en la curva de la avenida y la voz de una niña que
llamaba insistentemente a alguien. Mi pobre amigo parecía bastante calmado bajo
la suave brisa que se explayaba en ese solitario rincón. Se tocaba por momentos
la mano quemada y si alguna lágrima involuntaria no hubiese brillado entre las
pestañas, se hubiera dicho que era un hombre como todos los demás. Ahora se le
había pasado la vergüenza: había tirado el sombrerito de paño y su cabeza
oblonga, desnuda en el centro y sobre la frente, totalmente roja por la
congestión, se refrescaba bajo la brisa crepuscular.
-¿Sabes
cuándo he nacido? -me preguntó luego de un largo rato de silencio.
-Sé
que tienes treinta y dos años ya cumplidos, pero el día de tu nacimiento lo
ignoro.
-Pasado
mañana terminan mis treinta y tres años.
Dijo
estas palabras en voz baja como si me revelara un gran secreto.
-¿Eso
que quiere decir? -respondí con mi habitual estupidez antisentimental-. El
tiempo pasa para todos, y al fin de cuentas todavía no eres viejo.
¡Qué
desprecio vi en sus ojos grises! Lo recuerdo en este momento como no lo había
visto nunca hasta entonces. No había advertido jamás el poderío de su mirada.
-Escucha
-agregó-; tú no entiendes nada. Esperaba que pudieras comprender algo más que
los otros y todavía no he perdido la esperanza. Te juro que haré todo lo
posible, hasta la última gota de sangre, ¿comprendes?, para salvarte.
-¡Pero
explícate de una buena vez! -repliqué entre fastidiado y ofendido-. Hoy no has
hecho más que hablar de todo un poco sin sentido, y de todo has hablado mal sin
dejarme meter baza. Hace un rato, en el café, has cometido esa triste payasada
para molestar a un hombre que no tiene ninguna importancia. Ahora me sales con
razonamientos misteriosos y enigmas sin sentido. ¿Qué quieres? ¿Quieres
salvarme? ¿Y de quién? ¡Hablemos claro, de una vez por todas!
-Escúchame
-contestó con voz cambiada y casi patética- tú sabes que siempre te he querido
y que has sido el único hombre del cual he esperado algo. Siempre me he
franqueado contigo, no del todo, pero mucho más que con los otros. Muchas veces
elegí tu compañía, te escribí cartas que no puedes haber olvidado. Ahora te
escojo una vez más para esta última confesión y tú quieres hacerme sentir a la
fuerza que no eres digno de ella. Pero no tengo tiempo que perder y no te dejo.
No creas que me hago el loco y el enigmático para hacerme el interesante. Otras
veces lo hice porque un poco de charlatanería bien manejada ayuda hasta a un
genio, pero hoy no tengo ganas. Te hablaré lo más francamente que puedo. Ya te
dije que dentro de dos días terminan mis treinta y tres años. No lo recordé para
hacer literatura nostálgica cuando se nos va la juventud. Para mí, ésta es una
fecha importante. Para los otros hombres el pasar de los treinta y tres a los
treinta y cuatro no significa nada. Es el cambio de una cifra y nada más. Para
mí, sin embargo, se trata de un momento extremadamente grave. Treinta y tres
años constituyen para mí la edad sagrada, divina, perfecta. A mi parecer, quien
no ha demostrado su capacidad de grandeza hasta entonces no hará nunca nada
bueno, aunque viviese mil años. Los que no han demostrado a los treinta y tres
años su genio o no dieron indicios ciertos de lo que puede esperarse de ellos
en un futuro próximo tienen un definido y terrible deber. A los treinta y tres
años fue muerto Jesús. Esta es la edad clásica y solemne del sacrificio
supremo. Quien no ha podido dar su alma a los hombres debe darles por lo menos
su vida. Yo me encuentro en esta circunstancia. Durante muchos años pensé hacer
algo superior a lo que hicieron los demás y me he arrastrado detrás de mi
estéril inconformismo hasta este momento, esperando siempre el milagro y
confiando en el futuro. Ahora estoy condenado y renuncio a todo. Troncharé mi
existencia perfectamente inútil. Terminaré en un mismo día mis años y mi vida.
Estoy decidido firmemente a este final y nadie podrá disuadirme. Me sacrificaré
también yo por alguien y mi muerte no será llana como fue mi nacimiento. Óyeme
bien, porque se trata de ti. Me mataré justamente por ti, me mato en tu lugar,
abandono mi vida para salvar la tuya.
"Como
te dije, eres el único hombre en el que tuve esperanzas. Últimamente hubiese
querido que tú hicieras lo que yo no podía hacer, que te convirtieras en aquel
que yo no había podido ser. Hay en ti momentos y gérmenes de genialidad,
síntomas de una profunda diferencia con los otros. Tuve y tengo esperanza en
ti, aunque no quieras entender lo que digo ni lo que espero. Desde hace algún
tiempo llevas una vida que me desagrada. No lees más, no trabajas, no vienes a
buscarme. Te has juntado con imbéciles y lo que escribes es pura chapucería de
salón, de café, fría, sin nervio. No te veo ir más al campo, pero sé que
frecuentas muchas mujeres; no te encuentro más solo, siempre acompañado de
hombres de los que deberías huir como de la peste. No eres más el que eras:
todas tus ambiciones han caído como alas rotas; miras más en ganar que en
asombrar, buscas mas bien vivir cómodo que ascender. Nunca te dije estas cosas
tan crudamente, pero ahora las oyes de un moribundo que te estima. Por eso he
pensado hacer una última y desesperada tentativa para salvarte. Debo morir
pasado mañana, de todos modos, pero quiero que sepas que muero por ti. Estás
demasiado aferrado a la vida y no tienes el valor de matarte. Tras la caída de
estos últimos meses, si tú volvieras a pensar en lo que has sido y en lo que
deseabas ser deberías matarte, pero sé que no lo harás.
"Yo
tomaré tu lugar y cargaré también con tus pecados. No pudiendo soportar más el
espectáculo penoso de tu olvido de ti mismo, hago lo que deberías hacer y no te
atreves. Me mato con la esperanza de que mi sacrificio por ti sacuda de tal
manera tu alma que logre sacarla a flote y cambie su esencia hasta su muerte.
"Nada
se obtiene sin sacrificio, sin sangre. Yo me sacrifico por ti; mi sangre la
derramo en aras de tu grandeza. También yo, como Jesús a los treinta y tres
años, marcho voluntariamente al suplicio extremo. Él murió para salvar a todos
los hombres; yo, que no soy Dios, muero para salvar a uno solo. Esperemos que
mi holocausto sea más afortunado que el suyo. Puede ser que yo me engañe y que
tú estés ya tan enfangado en la mediocridad que ni siquiera la impresión que te
cause mi muerte pueda hacerte rezarte y hacer que recuerdes tu verdadero yo.
Pero quiero esperar hasta el final. Cuando sepas que un hombre que tú estimabas
se mató por la pena de verte tan bajo y por la esperanza de devolverte a tu
verdadero destino, quizás no sonrías más como en este momento. Yo no bromeo.
Dentro de dos días te enterarás si me he comportado como un payaso o si te he
dado verdaderamente la máxima prueba de amor que un hombre puede dar a otro
hombre."
No
lo interrumpí hasta ese momento y escuché el largo discurso sin poder menos que
sonreír bobamente cada tanto. Pero algo quería decir también yo. No puedo
olvidar la lógica ni siquiera en los más graves momentos.
-Perdona
-le dije con tranquila ironía- no he comprendido bien si te matas porque no has
sido capaz de hacer nada o porque quieres forzarme a hacer algo. En el primer
caso, no tengo ninguna razón especial para conmoverme o estremecerme; en el
segundo, aguardaré la experiencia, si es que has hablado seriamente.
¡Ojalá
no lo hubiese dicho! Mi amigo, sin mirarme siquiera, se acomodó en la cabeza el
sombrero de fieltro y se alejó inmediatamente de mí, agitando convulsivamente
la mano envuelta en el pañuelo. Intenté seguirlo, pero la noche caía y algo de
niebla ofuscaba ya las avenidas desiertas. El desdichado corría
desesperadamente con su andar desgarbado de hombre cansado. En uno de los
recodos lo perdí de vista y no pude saber dónde había entrado. ¿Qué podía
hacer? La famosa fecha ha pasado y nunca más he vuelto a verlo.
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