Tiempos de Príncipes y Bastardos




Por Pedro Chaves


Shakespeare otorgó a los bastardos el privilegio de protagonizar la iniciativa y el impulso de cambio en momentos de crisis histórica. Los tiempos borrascosos y turbios en los que las costumbres transmutan, no se respeta la autoridad de los padres y los hijos golfean con el patrimonio familiar; cuando los valores de antaño son o la excusa para la infamia o la alfombra donde se sacuden la mierda de los pies los nuevos amos, en esos tiempos los frágiles hilos que otorgan continuidad a nuestra existencia se rompen y se abre un agujero en la historia por la que irrumpe un nuevo orden o un nuevo desorden. Los bastardos, la discontinuidad gozosa de las biografías personales, son los llamados a tener la oportunidad de coger con brío las riendas del carro desbocado de la historia.
Mucho antes Maquiavelo había escudriñado en los tiempos pasados para advertir que las situaciones críticas, los momentos en los que la vida anticipa el parto de un nuevo tiempo, precisan de una perspectiva estratégica, de la visión y la capacidad de conducción de un liderazgo esclarecido con el coraje para impulsar la emergencia del nuevo orden. La obra de Maquiavelo es un prontuario para el Príncipe, para el sujeto histórico -que diríamos ahora- en condiciones de convertirse en esa referencia y protagonista del cambio.
Gramsci imaginó en los años 20 que ese papel de príncipe le correspondía al Partido Comunista. Entiéndase que en todos los casos “El Príncipe” es un actor con una responsabilidad y un objetivo. No es un fin en sí mismo, no está ungido de otra gracia que no sea la de arremangarse para ayudar al advenimiento de los nuevos tiempos. Entiéndase también esta condición cambiante, histórica diríamos, del Príncipe. No hay ningún acercamiento esencialista al papel del sujeto político del cambio: depende de las circunstancias y depende, también, de las correlaciones de fuerza.
En los tres casos, Shakespeare, Maquiavelo, Gramsci, una perspectiva similar y una acerada inteligencia que intuye la combinación entre estructura y sujetos, entre las constricciones históricas y la voluntad de los actores.
¿Vivimos tiempos para príncipes y bastardos? Creo que sí, llevamos años compartiendo la idea de que vivimos momentos que no son la continuidad agudizada de viejas dinámicas, que se trata de un giro histórico en otra dirección. La globalización neoliberal, los cambios en las tecnologías de la comunicación, los procesos de individualización y la mutación tectónica en el mundo del trabajo y en las relaciones laborales han construido otro momento histórico. En nuestro caso seguimos arrastrando la ajada herencia de una transición que podía parecer inteligible para los tiempos pasados, pero resulta un zombi hediondo para los nuevos.
Las estructuras institucionales, los actores sociales y políticos, las familias políticas y las ideologías que disputaron la reconstrucción de España en los años 70 han perdido su capacidad para interpretar y pretender asir las riendas de una situación cualitativamente distinta.
Los resultados de las elecciones europeas y las últimas encuestas ponen de manifiesto la emergencia de ese nuevo tiempo en España. Ya viene ocurriendo en otros lugares de Europa y en casi todos los lugares la ruptura del viejo orden se representa a través de la aparición de nuevos actores políticos que impugnan la continuidad, que demandan nuevas reglas y que ya han producido cambios estructurales y vendrán más.
Se equivocan quienes piensan que se trata, solo, de la respuesta airada de las gentes ante los fallos del modelo. Es decir, cuando la corrupción amaine y se empiecen a ver con más claridad las señales de la recuperación económica o cuando los viejos partidos del sistema entiendan que deben espabilarse y se sobrepongan al momento inicial de estupor, todo volverá a lo que ya conocemos y las cosas serán como antes, como siempre. Este sentimiento de turbación por los momentos presentes y de espera ansiosa o paciente por el retorno circular de la historia atraviesa todas las ideologías y proyectos. El pasado se siente zaherido de diferentes modos: los que no toleran la llegada de los advenedizos o de bastardos; los que defienden su mundo frente a la irrupción de los que no han pedido permiso para instalarse en el nuevo; los que se consideran frustrados y rabiosos porque creían que serían ellos los que protagonizarían el cambio y hoy viven su desplazamiento con dolor.
Conviene notar, de todos modos, que el viejo mundo no desaparece, nunca lo hace, y que son muchas las situaciones en las que en estas circunstancias críticas la historia ha parido engendros.
La corrupción, por eso, no es un fenómeno periférico al viejo modelo, ni es la respuesta a la misma, una cuestión técnica, procedimental o puramente institucional. Alrededor de la corrupción, de su lectura y del posicionamiento de los actores frente a la misma, en España, se está articulando el nuevo tiempo. La respuesta a la corrupción es la demanda de una redignificación de la política y del espacio público; es una nueva perspectiva respecto al papel de las instituciones y de sus obligaciones; es la exigencia de una nueva relación entre representantes y representados y de un estatus claramente diferente para estos. Alrededor del análisis de la corrupción y de sus alternativas se ha articulado un clivaje (una ruptura social representada políticamente) que es el dominante en los nuevos tiempos, el que subordina los demás clivajes (izquierda, derecha o identidad estatal, identidad nacional) en la percepción de la sociedad y en su posicionamiento político.
La capacidad de dominar el escenario político y el imaginario de este clivaje no será eterna, puede incluso que se vea sacudida por otros acontecimientos. Pero significa que ha venido para quedarse, al menos, hasta que se dirima la disputa respecto a quien vencerá en este momento que es un verdadero parteaguas de la historia reciente.
Pero el nuevo príncipe, el bastardo llamado a instaurar un nuevo orden, no puede ser una continuidad del viejo orden pero con otros protagonistas. Demasiadas veces la cosa se ha resuelto con un cambio de las elites dominantes y una vez las nuevas han adquirido la capacidad de dirigir los acontecimientos han repetido los viejos vicios, las viejas y podridas dinámicas.
Esto no es poca cosa, cambiar a los de siempre por otros nuevos a veces es mucho, pero ¿es suficiente? Si de lo que se trata es de la sustitución de las viejas élites entonces las estrategias partidistas de neovanguardia pueden tener sentido: desplazar a los competidores cercanos; enseñorearse del nuevo territorio sin competencia y afirmar una estrategia al servicio de ese propósito puede dar importantes réditos. Pero, ¿será eso suficiente para que podamos hablar del advenimiento de un nuevo tiempo histórico?
El nuevo príncipe será, más que nunca, un frankestein político, una suma de componentes que deben, necesariamente, integrarse para que el cuerpo pueda caminar, comer, hablar. Y entre sus partes constituyentes, el corazón del nuevo príncipe debe estar firmemente enraizado en las prácticas sociales que han señalado el horizonte de lo que sería deseable para una sociedad mejor: democracia de alta intensidad; integración a través de la deliberación; respeto a la pluralidad y una conexión estable y sostenible con lo social crítico. En este viaje hacia lo nuevo, hay actores que no forman parte de lo viejo, que han sido imprescindibles en la construcción de la nueva situación, su concurso es tan importante como necesario.
Puede que en estas condiciones el príncipe tenga un aspecto un poco extraño, pero nadie dijo que el bastardo de los nuevos tiempos tuviera que ser, además, bello y lineal.

Fuente: Diario Público

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