Shakespeare otorgó a los
bastardos el privilegio de protagonizar la iniciativa y el impulso de cambio en
momentos de crisis histórica. Los tiempos borrascosos y turbios en los que las
costumbres transmutan, no se respeta la autoridad de los padres y los hijos
golfean con el patrimonio familiar; cuando los valores de antaño son o la
excusa para la infamia o la alfombra donde se sacuden la mierda de los pies los
nuevos amos, en esos tiempos los frágiles hilos que otorgan continuidad a
nuestra existencia se rompen y se abre un agujero en la historia por la que
irrumpe un nuevo orden o un nuevo desorden. Los bastardos, la discontinuidad
gozosa de las biografías personales, son los llamados a tener la oportunidad de
coger con brío las riendas del carro desbocado de la historia.
Mucho antes Maquiavelo había
escudriñado en los tiempos pasados para advertir que las situaciones críticas,
los momentos en los que la vida anticipa el parto de un nuevo tiempo, precisan
de una perspectiva estratégica, de la visión y la capacidad de conducción de un
liderazgo esclarecido con el coraje para impulsar la emergencia del nuevo
orden. La obra de Maquiavelo es un prontuario para el Príncipe, para el sujeto
histórico -que diríamos ahora- en condiciones de convertirse en esa referencia
y protagonista del cambio.
Gramsci imaginó en los años 20
que ese papel de príncipe le correspondía al Partido Comunista. Entiéndase que
en todos los casos “El Príncipe” es un actor con una responsabilidad y un
objetivo. No es un fin en sí mismo, no está ungido de otra gracia que no sea la
de arremangarse para ayudar al advenimiento de los nuevos tiempos. Entiéndase
también esta condición cambiante, histórica diríamos, del Príncipe. No hay
ningún acercamiento esencialista al papel del sujeto político del cambio:
depende de las circunstancias y depende, también, de las correlaciones de
fuerza.
En los tres casos, Shakespeare,
Maquiavelo, Gramsci, una perspectiva similar y una acerada inteligencia que
intuye la combinación entre estructura y sujetos, entre las constricciones
históricas y la voluntad de los actores.
¿Vivimos tiempos para príncipes
y bastardos? Creo que sí, llevamos años compartiendo la idea de que vivimos
momentos que no son la continuidad agudizada de viejas dinámicas, que se trata
de un giro histórico en otra dirección. La globalización neoliberal, los
cambios en las tecnologías de la comunicación, los procesos de
individualización y la mutación tectónica en el mundo del trabajo y en las
relaciones laborales han construido otro momento histórico. En nuestro caso
seguimos arrastrando la ajada herencia de una transición que podía parecer
inteligible para los tiempos pasados, pero resulta un zombi hediondo para los
nuevos.
Las estructuras
institucionales, los actores sociales y políticos, las familias políticas y las
ideologías que disputaron la reconstrucción de España en los años 70 han
perdido su capacidad para interpretar y pretender asir las riendas de una
situación cualitativamente distinta.
Los resultados de las
elecciones europeas y las últimas encuestas ponen de manifiesto la emergencia
de ese nuevo tiempo en España. Ya viene ocurriendo en otros lugares de Europa y
en casi todos los lugares la ruptura del viejo orden se representa a través de
la aparición de nuevos actores políticos que impugnan la continuidad, que
demandan nuevas reglas y que ya han producido cambios estructurales y vendrán
más.
Se equivocan quienes piensan
que se trata, solo, de la respuesta airada de las gentes ante los fallos del
modelo. Es decir, cuando la corrupción amaine y se empiecen a ver con más
claridad las señales de la recuperación económica o cuando los viejos partidos
del sistema entiendan que deben espabilarse y se sobrepongan al momento inicial
de estupor, todo volverá a lo que ya conocemos y las cosas serán como antes,
como siempre. Este sentimiento de turbación por los momentos presentes y de
espera ansiosa o paciente por el retorno circular de la historia atraviesa
todas las ideologías y proyectos. El pasado se siente zaherido de diferentes
modos: los que no toleran la llegada de los advenedizos o de bastardos; los que
defienden su mundo frente a la irrupción de los que no han pedido permiso para
instalarse en el nuevo; los que se consideran frustrados y rabiosos porque
creían que serían ellos los que protagonizarían el cambio y hoy viven su
desplazamiento con dolor.
Conviene notar, de todos modos,
que el viejo mundo no desaparece, nunca lo hace, y que son muchas las
situaciones en las que en estas circunstancias críticas la historia ha parido
engendros.
La corrupción, por eso, no es
un fenómeno periférico al viejo modelo, ni es la respuesta a la misma, una
cuestión técnica, procedimental o puramente institucional. Alrededor de la
corrupción, de su lectura y del posicionamiento de los actores frente a la misma,
en España, se está articulando el nuevo tiempo. La respuesta a la corrupción es
la demanda de una redignificación de la política y del espacio público; es una
nueva perspectiva respecto al papel de las instituciones y de sus obligaciones;
es la exigencia de una nueva relación entre representantes y representados y de
un estatus claramente diferente para estos. Alrededor del análisis de la
corrupción y de sus alternativas se ha articulado un clivaje (una ruptura
social representada políticamente) que es el dominante en los nuevos tiempos,
el que subordina los demás clivajes (izquierda, derecha o identidad estatal,
identidad nacional) en la percepción de la sociedad y en su posicionamiento
político.
La capacidad de dominar el
escenario político y el imaginario de este clivaje no será eterna, puede
incluso que se vea sacudida por otros acontecimientos. Pero significa que ha
venido para quedarse, al menos, hasta que se dirima la disputa respecto a quien
vencerá en este momento que es un verdadero parteaguas de la historia reciente.
Pero el nuevo príncipe, el
bastardo llamado a instaurar un nuevo orden, no puede ser una continuidad del
viejo orden pero con otros protagonistas. Demasiadas veces la cosa se ha
resuelto con un cambio de las elites dominantes y una vez las nuevas han
adquirido la capacidad de dirigir los acontecimientos han repetido los viejos
vicios, las viejas y podridas dinámicas.
Esto no es poca cosa, cambiar a
los de siempre por otros nuevos a veces es mucho, pero ¿es suficiente? Si de lo
que se trata es de la sustitución de las viejas élites entonces las estrategias
partidistas de neovanguardia pueden tener sentido: desplazar a los competidores
cercanos; enseñorearse del nuevo territorio sin competencia y afirmar una
estrategia al servicio de ese propósito puede dar importantes réditos. Pero,
¿será eso suficiente para que podamos hablar del advenimiento de un nuevo
tiempo histórico?
El nuevo príncipe será, más que
nunca, un frankestein político, una suma de componentes que deben,
necesariamente, integrarse para que el cuerpo pueda caminar, comer, hablar. Y
entre sus partes constituyentes, el corazón del nuevo príncipe debe estar
firmemente enraizado en las prácticas sociales que han señalado el horizonte de
lo que sería deseable para una sociedad mejor: democracia de alta intensidad;
integración a través de la deliberación; respeto a la pluralidad y una conexión
estable y sostenible con lo social crítico. En este viaje hacia lo nuevo, hay
actores que no forman parte de lo viejo, que han sido imprescindibles en la
construcción de la nueva situación, su concurso es tan importante como
necesario.
Puede que en estas condiciones
el príncipe tenga un aspecto un poco extraño, pero nadie dijo que el bastardo
de los nuevos tiempos tuviera que ser, además, bello y lineal.
Fuente:
Diario Público
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