La cultura está
fuera de la sociedad: ya no genera beneficios económicos ni distinción social,
sus creaciones se han hecho demasiado banales, demasiado crípticas o demasiado
centradas en el autor mismo y ya no se percibe como un instrumento de
crecimiento personal o de transformación social. Una situación grave, pero
principalmente para aquellas obras formalmente más logradas o que cuentan con
intención transformadora, porque en el entorno dualizado en el que vive el
mercado cultural hay otro sector, conservador en lo comercial y en lo político,
que vive momentos de esplendor.
La multiplicación
de la oferta, con la fragmentación que la acompaña, nos ha conducido a un mundo
mucho más reaccionario en lo formal, en las estructuras profesionales y en el
carácter social de las obras producidas. Lo cual no deja de ser paradójico: en
un entorno de abaratamiento de la producción, de distribución sencilla y de
comunicación inmediata, parecía probable que las creaciones más innovadoras o
las de mayor calidad formal tuvieran muchas más posibilidades de alcanzar
su público. No es así; tanto en literatura, música, ensayo o cine, hay muy
pocos productos que vendan (y suelen ser obras degradadas formal e
ideológicamente) mientras que esa parte de la cultura que podía llamarse
propiamente tal se ha convertido en invisible. Hay numerosas creaciones
circulando, muchas de ellas de indudable interés, pero casi nadie sabe que
existen.
En ese contexto
restrictivo, ya sea a causa de la crisis, porque la cultura ha dejado de tener
importancia o porque lo que se oferta no suscita interés, las empresas culturales
han ido en sentido contrario al que cabía esperar y han optado por homogeneizar
sus prácticas. La industria cultural se ha adentrado en una insistente
racionalización, buscando la rentabilidad por los caminos más obvios, lo
que tiende a aplanar lo producido, convirtiendo las creaciones en productos de
consumo esencialmente idénticos.
Como resultado,
el aficionado a la cultura se sumerge en un hartazgo similar al de un
votante que no percibe diferencias entre las posibles opciones de voto, y en una
saturación que le vuelve anómico. El consumidor cultural acaba enfrentándose
tanto a una oferta enorme que apenas puede discriminar como a la sensación de
que no merece la pena dedicar tiempo a rebuscar entre ella.
Este doble
problema afecta especialmente a unos autores que ven cómo su profesión apenas
se diferencia de una afición, así como a los agentes y mediadores culturales,
cada vez más empobrecidos. Las transformaciones estructurales no están yendo en
la dirección de generar un sector que ofrezca más oportunidades a quienes
forman parte de él, sino que parecen abocados a la concentración a través de
nuevos y viejos operadores, lo que genera aún más estrechos cuellos de botella,
en especial en el acceso al comprador. Poner el acento en las condiciones de
funcionamiento del mercado es indispensable tanto para que el amante de la
cultura pueda tener acceso a las creaciones que le interesan como para hacer
posible que las personas que trabajan en el sector no lo hagan a título de
pasatiempo.
Es hora de cambiar
esa situación, lo que sólo puede hacerse politizando a la cultura. Esto no
significa que las creaciones culturales ofrezcan muchos más contenidos
políticos, sino la construcción de un contexto que haga posible que la cultura
tenga lugar. Politizar la cultura implica poner en marcha iniciativas que
construyan esos espacios y que, al mismo tiempo, abran caminos para que quienes
operan en el sector cuenten con posibilidades reales de subsistencia. Politizar
la cultura implica operar sobre esas estructuras, perniciosas para todo el
mundo salvo para unos cuantos operadores, en que se desenvuelve el mercado de
la creación. Politizar la cultura significa sacarla del entorno
estructuralmente conservador en el que vive. Pero sobre todo, significa dotarla
de la importancia social que en sí misma tiene.
Fuente:
Diario Público de España
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