por Augusto Klappenbach, Escritor y filósofo para Diario Público
“Contra la
estupidez, los propios dioses luchan en vano”, dijo Schiller. Y pretendo
mostrar que entre los frecuentes casos de corrupción que estamos presenciando
en nuestra vida pública existe no solo deslealtad, avaricia, cinismo,
prevaricación, arrogancia y tantos otros vicios sino también una gran
proporción de estupidez. No en todos los casos: la estupidez no está presente
en la corrupción motivada por razones estrictamente económicas. El
fontanero que cobra una factura sin IVA o el parado que trabaja en negro para
aumentar su exigua prestación quizás merezcan técnicamente el calificativo de
corruptos, pero no el de estúpidos. Como así tampoco aquel que se ha endeudado
más de lo que debía y se corrompe para financiar sus lujos. En todos estos
casos, la ilegalidad que cometen tiene un objetivo que puede ser justificable,
inmoral o delictivo, pero en cualquier caso es concreto: conseguir algo más de
dinero para afrontar necesidades o caprichos que pueden ir desde mantener a su
familia a pagar unas vacaciones en las Bahamas. Pese a sus evidentes
diferencias, estas corrupciones están relacionadas con la búsqueda de un
beneficio real para quienes las cometen, que a su juicio les compensa correr
algunos riesgos. Por el contrario, la estupidez se convierte en protagonista
cuando el corrupto no persigue un beneficio real sino el aumento de un poder
abstracto, que no repercute en su calidad de vida sino que, por el contrario,
la pone en peligro. Y estos casos abundan.
Muchos de
nuestros más ilustres corruptos gozaban de unos ingresos legales que les
permitían satisfacer todos los deseos que pueden pagarse con dinero. Pese a
ello inventaron tramas delictivas que les permitieron acumular millones
sin sacar de ellos otro provecho que la posibilidad –a veces nunca ejercida- de
disponer de ellos. ¿Cuál era el objetivo de esta acumulación ilegal? ¿Necesitaban
utilizar una tarjeta destinada a gastos de representación para hacer la compra
en el supermercado, en el caso de personas que ganan más de un millón al año?
¿Los impuestos que se ahorraban eran necesarios para mantener su estilo de
vida? ¿Deseaban comprar una casa más grande, aumentar el refinamiento de sus
comidas, permitirse algún viaje costoso? Todo ello lo podían conseguir sin
problemas con su fortuna legal. Sin embargo, corrieron un riesgo que a varios
de ellos –a muy pocos, lamentablemente- les ha estallado entre las manos hasta
el punto de que los ha puesto en riesgo de pagarlo con la cárcel o al menos con
un desprestigio social que a este tipo de gente le resulta muy costoso.
Y en esos casos
también es la estupidez la que les lleva a pensar que sus manejos podrán
permanecer siempre ocultos. Se acaban identificando con un personaje
omnipotente e invulnerable que no debe dar cuentas a nadie y que solo existe en
su imaginación. Pese a que no suele faltarles habilidad política, la olvidan
cuando no tienen en cuenta que sus aliados de una época pueden volverse
enemigos al poco tiempo y sacar a la luz sus trapicheos. Tener dinero oculto en
paraísos fiscales, por ejemplo, implica correr el riesgo de que cualquier
empleado de esos bancos sacrifique el secreto bancario por una jugosa
recompensa.
Esta corrupción
basada en la estupidez demuestra que la motivación del poder es mucho más
fuerte que la económica. O, mejor dicho, que la corrupción económica proviene
de la búsqueda del poder. Pero en estos casos, un poder abstracto. Es decir,
que no se lo busca para realizar con ese poder acciones concretas, como puede
ser el poder que busca un gobernante o el que quiere conseguir un puesto
directivo. Se trata de un poder que se justifica solo en la imagen de sí mismo
que se fabrica el que lo posee. Más de un personajillo mediocre, al verse
investido de privilegios que le permiten corromperse con facilidad, comienza a
creer que ese poder refleja su valía personal, que lo pone a salvo de las
normas y convenciones que regulan la vida de personas de rango inferior. Desde
este punto de vista, utilizar su tarjeta opaca para pagar un regalo a su amante
es, antes que una trampa económica, una manera de afirmar que su conducta está
por encima de las pequeñas convenciones que rigen la vida del pueblo llano.
Y ese ascenso
imaginativo a una categoría social superior crea un sentimiento de solidaridad
entre los corruptos que asegura una ley del silencio entre ellos extremadamente
frágil. Porque los conflictos que surgen cuando las relaciones y las amistades
están basadas en este poder abstracto no necesitan de causas objetivas para
romperse, sino que su difícil equilibrio depende de alianzas y fidelidades tan
efímeras como las razones que las fundamentan. De ahí las sorpresas que recibimos
en estos tiempos cuando algunas de estas corrupciones se hacen públicas. Pero
así y todo, la corrupción no cede. Lo dicho: contra la estupidez los propios
dioses luchan en vano.
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