Algo de BEATRIZ SARLO sobre
ESTELA DE CARLOTO publicado en LA NACIÓN el 31/3/2010
En el teatro político
donde la genuina investigación puede confundirse con el carpetazo de
informaciones sospechosas y miserables operaciones de prensa, es mejor estar
seguro del pasado. Es mi caso. Viví de manera semiclandestina bajo la dictadura
(que me buscó y no me encontró, aunque asaltó y vació la oficina de una revista
que dirigía en 1976); publiqué y distribuí personalmente, desde marzo de 1978,
otra revista, casi invisible hasta 1983, que muchos consideran un aporte a la
rearticulación intelectual durante esos años; promoví y firmé solicitadas
contra las leyes de obediencia debida y punto final; lo mismo contra el
indulto. No son méritos personales, sino de un grupo. Sobre el balance
histórico de la violencia armada y de la izquierda revolucionaria, tuve, desde
los años ochenta, profundas diferencias con quienes se resistían a mirar
críticamente ese pasado. Me han atacado por ese motivo. Tampoco en esto soy
original. Les ha pasado a otros. Es una humillante obligación presentar los
papeles antes de opinar, pero tengo la sensación de que así están las cosas.
Por un lado, porque abundan los conversos recientes, devenidos custodios; por
el otro, porque se calumnia, no sólo bajo el anonimato cobarde, resentido y
rabioso de los comentaristas de blogs.
Escuché el discurso de Estela
Carlotto en la Plaza de Mayo, el 24 de marzo último. Después debí conseguir una
copia de lo que leyó, porque no estaba convencida de haber oído bien. El camino
a la politización de los dirigentes de derechos humanos lo abrió hace muchos
años Hebe de Bonafini. Estela Carlotto no siguió esa ruta. Por el contrario:
sostuvo la singularidad de su reclamo por los nietos apropiados durante la
dictadura militar y consiguió, hasta hoy, 101 recuperaciones de identidad.
A Carlotto la ha rodeado una
unanimidad de la que se excluyen sólo los sectores más recalcitrantes. Las
cosas comenzaron a cambiar después del acto en la ESMA, en marzo de 2004, donde
Kirchner, en un gesto de egolatría política típicamente suyo, se atribuyó el
mérito, falto de sustancia para quien tuviera un poco de memoria no partidista,
de que era el primer gobernante que hacía una reparación pública a las víctimas
del terrorismo de Estado. En el plano militar, ese acto no era peligroso, como
lo fue el juicio a las juntas, una época sobre la cual la biografía de Kirchner
no tiene capítulo conocido. En el plano simbólico, en cambio, la entrega de la
ESMA a las organizaciones de derechos humanos fue un acto de indiscutible
trascendencia. Era una deuda, y Kirchner la pagó. Las acciones de gobierno
tienen repercusiones muy fuertes en la subjetividad, sobre todo en la de
quienes, después de las leyes de obediencia debida y punto final, sintieron que
la Argentina había interrumpido un curso de justicia que debía continuar. El
acto de Kirchner fue reparador. ¿Era inevitable que esa reparación convirtiera
en kirchneristas a quienes se habían mantenido independientes? A partir de ese
momento, Bonafini siguió tronando contra todo, menos contra el Gobierno, al que
no le arrojó los insultos, invectivas y maldiciones de que hizo objeto a
Alfonsín. Carlotto, por su parte, se convirtió en la cara digna de los actos en
el Salón Blanco de la Casa de Gobierno. Estaba allí para aplaudir y sonreír a
las cámaras (con esa moderada sonrisa que, años atrás, nos cautivó a todos).
Tiempo después, conflictos de poder en la Comisión Provincial por la Memoria de
La Plata, de los que informó Horacio Verbitsky en Página 12 (20
de agosto de 2006), revelaban fisuras como las que recorren las organizaciones,
por disidencias de pensamiento o por desavenencias en el reparto de cargos.
Carlotto se volvía terrenal, no sólo porque ponía su imagen en la platea
kirchnerista con una asiduidad que antes no había ofrendado a ningún político,
sino porque le pasaban cerca las disputas por figuración y por cargos.
Descendía al barro del día tras día del poder. Muchos tratábamos de pasar por
alto la imagen de una Carlotto partidaria para concentrarnos en esos momentos
en los que la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo anunciaba la identificación
de un chico apropiado. El kirchnerismo de Carlotto es inadecuado a su función,
ya que las organizaciones de derechos humanos no deben ser un contingente más
en los enfrentamientos cotidianos de la política. Defienden derechos que están
más allá de los gobiernos, porque son compromisos universales. Su lugar es la
esfera pública. Desde allí, irradian sobre la política transversalmente,
atraviesan los partidos y trabajan para que ese núcleo fundante de las
sociedades modernas sea el pacto constitutivo. Los derechos humanos son, hoy,
nuestro acuerdo de civilización. Por eso, el discurso de Carlotto del 24 de
marzo me dejó estupefacta. No tanto porque fuera imprevisible, sino porque
siempre se tiene la esperanza de que algo peor no suceda. Carlotto supo tener
una palabra firme, pero moderada y, sobre todo, limitada al tema que le ganó
relevancia y respeto. Eso fue cambiando: intervino a favor de Aníbal Ibarra
durante los meses que precedieron a su juicio en la Legislatura porteña por el
incendio de Cromagnon; hizo la exégesis de una de las metáforas más ridículas
de los últimos tiempos, la de los "goles secuestrados", enunciada en
un brote de descabellada oratoria presidencial. Al fin y al cabo,
intervenciones innecesarias y menores. En el discurso leído el 24 de marzo,
Carlotto, de modo perfectamente adecuado a su función, expuso varios reclamos
al Gobierno: la apertura de todos los archivos, la investigación de la
desaparición no resuelta de Julio Jorge López, la protección eficaz de los
testigos que declaren en juicios por terrorismo de Estado y un máximo de
recursos para los tribunales que los estén tramitando. Pero la pieza escuchada
en Plaza de Mayo es mucho más. De ello no puede responsabilizarse sólo a
Carlotto, ya que fue endosada por su organización, por Familiares, por Madres
Línea Fundadora, por Hermanos y por Hijos e Hijas. Como la figura que parece
colocada más arriba de los conflictos entre estas organizaciones, Carlotto tuvo
el papel de lectora. Se la puede responsabilizar por aceptarlo, pero no
directamente por redactarlo, aunque, de forma brutal, coincida también con la
visión maniquea de país que tiene el kirchnerismo, cuya política exterior el
documento apoya de manera enfática. Lo que leyó Carlotto congela la historia de
los últimos cuarenta años y deja fuera a todos los que no coincidamos con sus
hipótesis. Impone la matriz de un relato único: la lucha actual sigue siendo la
misma que llevaron a cabo los desaparecidos "por la liberación de nuestro
pueblo"; se reivindica "su proyecto político de país, su amor y
compromiso con los excluidos"; en la otra trinchera de una guerra idéntica
hasta la actualidad, están los mismos asesinos y también los mismos
"cómplices del hambre, que hoy pretenden volver a las recetas neoliberales"
y defienden idénticos intereses con una represión que ya se prolonga 200 años.
Si es verdad lo que leyó Carlotto, no hubo cambios en dos siglos, y frente a
los mismos enemigos, en algún momento, quizá sean necesarios los mismos
métodos; los enemigos también repetirían los suyos y nada de lo hecho habrá
valido la pena. Bajo una máscara entusiasta, hay pesimismo histórico. Quienes
escribieron el discurso de Carlotto probablemente se enorgullezcan de su
persistencia en el pasado. Sólo han cambiado algunos nombres: ahora no se dice
Kadafi o Fidel Castro, sino Chávez y Evo Morales. Por supuesto, queda excluida
una memoria plural. Para este discurso, existe sólo una memoria y sólo un
relato tan inalterable como un mito. Carlotto, que ha buscado la vida más allá
de la muerte en la identificación de los hijos de desaparecidos, se ha puesto
del lado de lo invariable y de lo cristalizado. Todos seguimos idénticos en el
mismo lugar, todos hundidos en la infernal repetición de una pesadilla que
recomienza.
Para hacer alusión a la maravilla de un nieto recuperado hay que decir; -"Ojo que a mi me persiguieron y me supe semiocultar porque hacía difusión contra los milicos. Ojo que tengo la mirada amplia y no como estas viejas vendidas".
ResponderEliminarEn resumen; una ególatra menor y decadente.