El deseo del poder
real - tener a Cristina en la hoguera
Se ha instalado de
modo rotundo a la “sospecha” como tesis y argumento sobre cuestiones políticas
coyunturales. Cada editorialista, cada analista de los medios, en particular
los dominantes, suelen bifurcar sus exposiciones en función de colocar sobre la
mesa de debate subjetividades turbias que tienden mucho más a deseos
particulares que a dilemas tangibles. Algo dijimos al respecto cuando
desarrollamos la idea del imaginario. Dos elementos subyacen en la cuestión y
que le dan sustento a dicho formato:
En primer lugar el
desprecio sistemático (desde lo conceptual) que se tiene por el error y en
segunda instancia la enorme falacia que encierra considerar que toda política
que está en contra de nuestros intereses posee signos de corrupción. Desde
luego que ambos elementos no están incluidos dentro de los textos, a cara
lavada, de modo explícito, pero a poco de recorrer sus líneas vamos observando
la atmósfera sabuesa e inquisidora a la que intentan someternos.
En el primero de
los casos notamos que el error no forma parte del necesario correlato que toda
gestión administrativa encierra tal cual lo exhibe cualquier actitud humana que
en la vida corriente es dable de observar. El error es visto con sospechosa intención
y no como una posible instancia frente a una decisión entre tantas de las que
se toman dentro de un menú determinado. Error y fracaso no son sinónimos,
aunque se los suele presentar como tales a propósito de aquella intencionalidad
mencionada. Cuando se debatió y se aprobó la Ley de Medios Audiovisuales muchos
nos permitimos sostener que el proyecto era un intento muy alentador para
democratizar la palabra pero que al mismo tiempo era un camino a perfeccionar y
que dentro de ese camino nos íbamos a encontrar con la necesidad de efectuar
correcciones en la misma medida que nuevos dilemas vieran la luz. Resulta de
perogrullo aclarar que todas las ciencias avanzan de ese modo, y si lo hace la
ciencia, cuántas razones existen para inquietarnos ante un eventual correctivo
a sobrellevar. Recientemente se ha mostrado como fracaso político y no como
error posible y hasta comprensible la ausencia de oferentes para las 220
señales televisivas. Cuestión que es necesario revisar y que tiene que ver con
las posibilidades de inversión tecnológica y la socialización de los recursos
para que dichos objetivos se puedan concretar. Es probable que los pliegos
tuvieran un excesivo valor, será menester repensar la verdadera inquietud de la
instituciones y municipios en pos de poseer medios alternativos y demás incisos
cuya complejidad nadie puede soslayar. El dilema se presentó como fracaso
debido a que el error humaniza y a ninguno de estos analistas les interesa
humanizar a la política. La falibilidad nunca es rentable, aceptar que la
perfección es una entelequia resulta poco menos que descabellado para aquellos
que prefieren recorrer los caminos de la sospecha. Un error admite comprensión,
encierra la inclusión de la buena fe como estructura intelectual, presume y
propone entendimiento, cuestiones humanistas que ninguno de los editorialistas
de los oligopolios están dispuesto a admitir en función de su propia capacidad
de suspicacia. Disociar la posibilidad del error en el marco de las decisiones
políticas tiene la cruel intención (notorio acto de mala fe) de instalar que la
perfección es posible, disyuntiva más cercana al Hades que a la historia de la
humanidad.
El segundo tópico a
observar es la recurrente simplificación intelectual que tiende a teñir
cualquier medida política no acorde con el ideario del editorialista como un
evento que encierra incisos de corrupción. Aquí la sospecha, la conjetura, se
presenta como argumento y no como lo que realmente es: Una estructura crítica
de carácter destructiva moldeada a las sombras de intereses puntuales
contrapuestos al camino tomado por el Ejecutivo. Recordar los comentarios y
análisis previos con relación a la estatización de los fondos de pensión, a la
asignación universal por hijo, a la modificación de la carta orgánica del BCRA,
a la nacionalización del 51% de YPF, entre decenas de medidas son
ejemplificadoras y a la vez se nos presentan como cuestiones que permiten
ahorrar letras y renglones que provoquen lecturas redundantes.
De modo que la
sospecha como teoría, como estructura intelectual crítica, está instalada a
partir de la persistencia en la conceptualización de que la política nada tiene
de humano y en consecuencia el error no está incluido ni como riesgo ni como
posible eventualidad natural. Esta suerte de presión conceptual se pretende
volcar sin aduanas sobre las espaldas de los lectores, oyentes y televidentes,
que instalados delante los medios no tienen más opciones que aceptar por
repetición esas nefastas reglas de juego. No existe acto político que sea motivado
por la buena fe impone el discurso dominante, de modo que “el son todos
chorros” es vomitado casi instintivamente sin tolerar siquiera algún tipo de
argumento explicativo que detalle puntuales cuestiones a atender.
En lo personal
puedo no coincidir con las políticas desarrolladas por el Radicalismo
gobernante de Coronel Dorrego, de hecho me sostengo como opositor al proyecto
dentro del marco ideológico y sobre cuestiones específicas de gestión, pero
jamás se me ocurriría instalar sucesos en los que no estoy de acuerdo bajo el
formato de sospecha. Desde este espacio los errores fueron vistos como tales,
remarcándose con sumo entusiasmo las correcciones políticas efectuadas.
Justamente la responsabilidad política nada tiene que ver con la responsabilidad
penal, y esto, aunque parezca mentira, es necesario subrayarlo. La
responsabilidad política es una avenida de doble vía en donde mandatarios y
mandantes comprenden que el error y el acierto constituyen las caras de una
misma moneda, dilemas que se dirimen democráticamente en cada acto electoral.
Ser temerosos del error paraliza automáticamente al campo de las decisiones, y
por ende a la política, debido a que cualquier equivocación es sopesada
instintivamente bajo prismas demoníacos.
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