Hay odios que no son más que amor. Cuando
Zola, en el primer arranque de su talento titánico, escribió el famoso artículo
Mes haines, que es una fulmínea imprecación a los imbéciles y a los
hipócritas, demostró heroico amor a la ciencia y a la sinceridad. Benvenuto
Cellini discutía escultura a puñaladas en las calles de Florencia. Su puñal
estaba tan enamorado al defender la belleza, como su cincel al retratarla. Delante
de Napoleón no había enemigos que aniquilar, ni aborrecimientos que
estrangular, sino problemas que resolver. “Para un espíritu superior, decía el
sublime combinador de batallas, no existen más que hechos”. Napoleón amaba la
guerra sin odiar a nadie. Los grandes ambiciosos, nacidos del pueblo para
apoderarse del pueblo, fueron grandes amantes de sí mismos. Su vitalidad
desbocada engendró el sueño insolente de la gloria, y con fanatismo profético
transfiguraron su destino en leyendas deslumbradoras. ¿Quién cuenta las
víctimas anónimas del tirano que funda naciones? Su mano ensangrentada es
venerable. Su espada y su látigo son reliquias. Sólo el amor arraiga y procrea.
Los fuertes no pueden odiar. Se odia de
abajo a arriba. La salud no odia, y el odio absoluto, la obsesión del mal por
el mal, el designio de la destrucción inútil es cosa de enfermos. La lucha por
la vida, con todas sus ferocidades, no es más que el santo amor a la vida. De
las decepciones que exageró sin soportarlas nuestro cerebro anémico, de las
humillaciones merecidas que nuestra cobardía y nuestra debilidad hicieron
fáciles y no dejó castigadas, se amasa nuestro odio. Los que apenas tienen
fuerzas para no ser aplastados las emplean únicamente en odiar, y destilan la
última defensa de los organismos inferiores: veneno.
El odio y la corrupción juntos.
“Compadezco al demonio, exclamaba Santa Teresa, porque le está prohibido amar”.
El amor se queda a la puerta donde Dante leyó la inscripción terrible. El
Infierno es el lugar del odio eterno. Si en los instantes de dolor y de
angustia, cuando nos rodean las tinieblas y la maldad humana, somos aún capaces
de amar, de combatir sin odio, estamos salvados. Si odiamos, estamos perdidos.
Cuando los romanos empezaron a odiarse y a delatarse bajamente, comenzó la
agonía de Roma. No eran los emperadores crueles, sino viles los ciudadanos.
Llegó un día en que los cristianos odiaron también, y se hicieron católicos.
Los instrumentos de tortura que el odio inquisidor imaginó en España asesinaron
por segunda vez a Cristo, y Cristo no resucitó. La religión española,
deshonrada desde entonces, se ha convertido en un materialismo grosero. Así
mueren los cultos, alma de las razas, y así mueren las almas de los hombres.
Odiar es obedecer a la muerte.
“No es al amor a quien
hay que pintar ciego. Es el odio el que no ve ni comprende. Las ideas se aman,
y sólo se odian las personas. El odio es mezquino como su objeto. Toda la
ilusión del que odia consiste en herir la miserable envoltura ya condenada por
leyes fatales a desvanecerse. ¿Cuál será tu triunfo, odio que caminas con los
ojos bajos, buscando un arma que se clave, un alfiler que pinche, un pedazo de
lodo que manche? Desgarrar unas entrañas: ahí concluye tu obra. El amor las
fecunda, y su obra no tiene fin.
Odiamos demasiado. Al
despojarse del prestigio que le daban los tradicionales factores históricos,
semi-anulados hoy por la democracia, el odio social se ha desnudado de cuanto
lo volvía interesante y casi poético. Ha sido, como tantas otras cosas, reducido
a su verdadero tamaño por el positivismo del siglo XIX. Se ha revelado
individual, vulgar y monótono. Ha descubierto netamente su repugnante raíz, la
envidia, y su procedimiento habitual, la calumnia. De gigante que dislocaba
fronteras se mudó en microbio que infecciona el hogar y hace irrespirable la
política”.
Pero la trágica cuestión económica tornará
a organizarlo bastamente. La humanidad se ha dividido en Caín y Abel; el rico y
el pobre. Los desniveles de dinero, en vez de producir energía matriz, como
todos los desniveles mecánicos, producen odio mortal. La estúpida y salvaje
dinamita había de ser el verbo de ese odio. El trabajo es un tormento, el afán
de libertad, sed de venganza, y el progreso, crimen. Emponzoñada en sus fuentes
vivas, la civilización se siente más en peligro que cuando el Asia volcó sobre
Europa el mar furioso de sus hordas innumerables.
Hasta a la Naturaleza odiamos. Nuestras
horrendas construcciones profanan los suaves y profundos paisajes que
hubiéramos cantado en otro tiempo. Esclavos del oro, cotizamos los encantos del
planeta, explotándolo sin compasión. Nuestra admiración es industrial. Hemos
olvidado el virgiliano amor a la tierra madre. No es ya el secular arado quien
abre con ternura su vientre para preparar la venida de la simiente misteriosa.
Encontramos mayor placer en hendirlo a golpes de explosivo para saquearlo. Y
también nos odiará la tierra. Vagaremos hambrientos sobre su seno destrozado y
estéril. Temblará de ira formidable, y hará desplomarse nuestras fútiles torres
de Babel.
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