por Ignacio Ramonet
para Le Monde diplomatique España
Es poco probable
que los brasileños obedezcan a la procaz consigna que lanzó Michel Platini
–otrora gran futbolista y hoy politiquero presidente de la Unión Europea de
Asociaciones de Fútbol (UEFA)– el pasado 26 de abril: “Hagan un esfuerzo,
déjense de estallidos sociales y cálmense durante un mes”. La Copa Mundial de
Fútbol comienza en São Paulo el 12 de junio para concluir el 13 de julio en Río
de Janeiro. Y hay efectivamente preocupación. No sólo en las instancias
internacionales del deporte sino también en el propio Gobierno de Dilma
Rousseff, por las protestas que podrían intensificarse durante el evento
deportivo. El rechazo al Mundial por parte de la población ha seguido
expresándose desde junio del año pasado, cuando empezó todo con ocasión de la
Copa Confederaciones. La mayoría de los brasileños afirman que no volverían a
postular a Brasil como sede de un Mundial. Piensan que causará más daños que
beneficios. ¿Por qué tanto repudio contra la fiesta suprema del balompié en el
país considerado como la meca del fútbol? Desde hace un año, sociólogos y
politólogos tratan de responder a esta pregunta partiendo de una constatación:
en los últimos once años –o sea, desde que gobierna el Partido de los
Trabajadores (PT)– el nivel de vida de los brasileños ha progresado
significativamente. Los aumentos sucesivos del salario mínimo han conseguido
mejorar de forma sustancial los ingresos de los más pobres. Gracias a programas
como “Bolsa Familia” o “Brasil sin miseria”, las clases modestas han visto
mejorar sus condiciones de vida. Veinte millones de personas han salido de la
pobreza. Las clases medias también han progresado y ahora tienen la posibilidad
de acceder a planes de salud, tarjetas de crédito, vivienda propia, vehículo
privado, vacaciones... Pero aún falta mucho para que Brasil sea un país menos
injusto y con condiciones materiales dignas para todos, porque las
desigualdades siguen siendo abismales. Al no disponer de mayoría política –ni
en la Cámara de diputados ni en el Senado–, el margen de maniobra del PT
siempre ha sido muy limitado. Para lograr los avances en la distribución de los
ingresos, los gobernantes del PT –y en primer lugar el propio Lula– no tuvieron
más remedio que aliarse con otros partidos conservadores. Esto ha creado cierto
vacío de representación y una parálisis política en el sentido de que el PT, a
cambio, ha tenido que frenar toda contestación social. De ahí que los
ciudadanos descontentos se pongan a cuestionar el funcionamiento de la
democracia brasileña. Sobre todo cuando las políticas sociales comienzan a
mostrar sus límites. Pues, al mismo tiempo, se produce una “crisis de madurez”
de la sociedad. Al salir de la pobreza, muchos brasileños pasaron de la
exigencia cuantitativa (más empleos, más escuelas, más hospitales) a una
exigencia cualitativa (mejor empleo, mejor escuela, mejor servicio
hospitalario). En las revueltas de 2013, se pudo ver que los protestatarios
eran a menudo jóvenes pertenecientes a las clases modestas beneficiarias de los
programas sociales implementados por los Gobiernos de Lula y de Dilma. Esos
jóvenes –estudiantes nocturnos, aprendices, activistas culturales, técnicos en
formación– son millones, están mal pagados, pero tienen ahora acceso a Internet
y poseen un nivel bastante alto de conexión que les permite conocer las nuevas
formas mundiales de protesta. En este nuevo Brasil, desean “subirse al tren” porque
sus expectativas han aumentado más que su condición social. Pero entonces
descubren que la sociedad está poco dispuesta a cambiar y a aceptarlos. De ahí
su frustración y su descontento. El catalizador de ese enojo es el Mundial.
Obviamente, las protestas no son contra el fútbol, sino contra algunas
prácticas administrativas y contra los chanchullos surgidos de la realización
del evento. El Mundial ha supuesto una colosal inversión estimada en unos 8200
millones de euros. Y los ciudadanos piensan que, con ese presupuesto, se
hubieran podido construir más y mejores escuelas, más y mejores viviendas, más
y mejores hospitales para el pueblo. Como el fútbol es el universo simbólico y
metafórico con el cual más se identifican muchos brasileños, es normal que lo
hayan utilizado para llamar la atención del Gobierno y del mundo sobre lo que,
según ellos, no funciona en el país. En ese sentido, el Mundial ha sido
revelador. Para denunciar, por ejemplo, esa forma de hacer negocios turbios con
el dinero público. Sólo en la construcción de los estadios, el coste final ha
sido un 300% superior al presupuesto inicial. Las obras fueron financiadas con
dinero público a través del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social
(BNDES), el cual confió la edificación de los estadios y las gigantescas obras
de infraestructura a empresas privadas. Estas, con frío cálculo, programaron el
retraso en los plazos de entrega, con vistas a realizar una extorsión sistemática.
Pues sabían que, ante las presiones de la Federación Internacional de Fútbol
Asociación (FIFA), cuanto más se retrasara la construcción, mayores serían los
pagos adicionales que recibirían. De tal modo que los costes finales se
triplicaron. Las protestas denuncian esos sobrecostes efectuados en detrimento
de los precarios servicios públicos ofrecidos en educación, salud, transporte,
etc. Asimismo, las manifestaciones denuncian la expulsión, en algunas de las
doce ciudades sedes del Mundial, de miles de familias, desahuciadas de sus
barrios para liberar los terrenos donde se han edificado o ampliado
aeropuertos, autopistas y estadios. Se estima que unas 250.000 personas fueron
víctimas de expulsiones. Otros protestan contra el proceso de mercantilización
del fútbol, que la FIFA favorece. Según los valores dominantes actuales
–difundidos por la ideología neoliberal–, todo es mercancía y el mercado es más
importante que el ser humano. Unos pocos jugadores talentosos son presentados
por los grandes medios de comunicación como “modelos” de la juventud, e
“ídolos” de la población. Ganan millones de euros. Y su “éxito” crea la falsa
ilusión de un posible ascenso social mediante el deporte. Muchas protestas son
dirigidas directamente contra la FIFA, no sólo por las condiciones que impone
para proteger los privilegios de las marcas patrocinadoras del Mundial (Coca
Cola, McDonald’s, Budweiser, etc.) y que son aceptadas por el Gobierno, sino
también por las reglas que impiden, por ejemplo, la venta ambulante en las
cercanías de los estadios. Varios movimientos protestatarios tienen por lema
“Copa sem povo, tô na rua de novo” (“Copa sin el pueblo, estoy en la calle de
nuevo”), y expresan cinco reivindicaciones (por los cinco Mundiales ganados por
Brasil): vivienda, salud pública, transporte público, educación, justicia (fin
de la violencia de Estado en las favelas y desmilitarización de la policía
militar) y, por último, una sexta: que se permita la presencia de vendedores
informales en las inmediaciones de los estadios. Los movimientos sociales que
lideran las manifestaciones se dividen en dos grupos diferentes. Una fracción
radical, con el lema “Sin derechos no hay Mundial”, pacta objetivamente con los
sectores más violentos, incluso con los “Black Bloc” y su depredación extrema.
El otro grupo, organizado en Comités Populares de la Copa, denuncia el “Mundial
de la FIFA” pero no participan en movilizaciones violentas. De todos modos, las
protestas actuales no parecen poseer la amplitud de las de junio del año
pasado. Los grupos radicales han contribuido a fragmentar la protesta, y no hay
una dirección orgánica del movimiento. Resultado: según una reciente encuesta,
dos tercios de los brasileños están en contra de las manifestaciones durante el
Mundial. Y, sobre todo, desaprueban las formas violentas de las protestas. ¿Cuál
será el coste político de todo esto para el Gobierno de Dilma Rousseff? Las
manifestaciones del año pasado supusieron un duro golpe a la presidenta que, en
las tres primeras semanas, perdió más del 25% del apoyo popular. Después, la
mandataria declaró que escuchaba la “voz de las calles” y propuso una reforma
política en el Congreso. Esa enérgica respuesta le permitió recuperar parte de
la popularidad perdida. Esta vez, el desafío será en las urnas, porque las
elecciones presidenciales son el 5 de octubre próximo. Dilma aparece como
favorita. Pero tendrá que enfrentarse a una oposición agrupada en dos polos: el
del centrista Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), cuyo candidato
será Aécio Neves; y, mucho más temible, el polo del socialdemócrata Partido
Socialista Brasileño (PSB), constituido por la alianza de Eduardo Campos (ex
ministro de Ciencia y Tecnología de Lula) y la activista ecologista Marina
Silva (ex ministra de Medio Ambiente de Lula). Para este escrutinio, decisivo
no sólo para Brasil sino para toda América Latina, lo que ocurra este mes
durante el Mundial podría ser determinante.
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