Karl Popper y su racionalismo crítico liberal. La necesidad de implementar un control y un de sistema de regulación sobre la televisión. (1994)
Las “últimas obras”
y, especialmente, los “póstumos” acostumbran a ejercer una especial fascinación
sobre los historiadores de las ideas. En nuestro gremio se cotiza al alza
cualquier texto, por breve que sea, que aporte un matiz insospechado a un
sistema de ideas, o que permita intuir el “desliz final”, más o menos
inquietante, de algún filósofo insigne. Los comentaristas adoran ese tipo de
escritos y sacan pecho cuando pueden sugerir que: “Tal vez, Fulanito, de haber
profundizado en tan fértil intuición...”. O hallan un argumento para perdonar
excesos cuando previenen: “Sí, pero, en su última obra, Menganito se retractó
de...”. Las “últimas obras” se vuelven significativas –o aún cruciales– porque
tienden a abrir más incógnitas de las que despejan.
Por eso mismo,
insistir en la importancia de los dos textos estrictamente “últimos” de Popper,
como su entrevista para la RAI: “Against Television” de 1993, y el artículo
culminado pocos días antes de su muerte: “Una patente para producir televisión”
(1994), sólo tiene justificación si prometemos seriamente prescindir en su
lectura de dos acrisoladas manías filosóficas: no defenderemos, porque sería
radical y absolutamente falso, que hasta el final Popper “no se dio cuenta
de...”, ni que, precisamente a las puertas del último viaje, descubrió que
“algo fallaba en...”. Pero mantendremos que esas últimas aportaciones
popperianas contienen intuiciones fértiles para una comprensión del liberalismo
que no consista en la pura justificación de “el mundo como va”. Y que,
sobretodo, en ambos textos hay datos para establecer alguna hipótesis
significativa sobre lo que nos está sucediendo hoy.
La última
intervención de Popper resulta plenamente consistente con lo que simbolizó, y
con lo que reivindicó a lo largo de toda su vida. Sus textos defendiendo la
necesidad de un control y de sistemas de regulación sobre la televisión,
desarrollan en forma coherente las ideas del filósofo político que siempre fue:
un liberal acérrimo, partidario de la ingeniería social progresiva y adversario
tanto de cualquier historicismo como de toda ingeniería social holística. Lo
significativo en las últimas apariciones públicas de Popper consiste, tal vez,
en poner un mayor acento en la idea de “control”, como forma de marcar su
distanciamiento ante el neoliberalismo desregulador que entonces se encontraba
en pleno auge.
La importancia de
contar con mecanismos sociales para evitar una degradación de la democracia,
Popper la desarrolló también en su última conferencia en Barcelona (14 de
noviembre de 1991), con especial referencia a la necesidad de regular el
mercado de la tierra y el de la vivienda y defendiendo que “es evidente que
deberá restringirse el uso de máquinas que emiten gases tóxicos”. En esa
ocasión propuso la reforma, incluso, de la estructura de partidos políticos
para que compitiesen “sobre una base de decencia y de logros reales” (sic), a
la vez que insistió afanosamente en que:
La ideología del
libre marcado es una de tantas ideologías cuyo dogmatismo puede poner en
peligro, en última instancia, la libertad en cuanto tal.
En las últimas
intervenciones popperianas encontraremos su liberalismo de siempre, nada
ingenuo, lejano por demás a la alegría (neo) liberal de algunos conversos a su
obra, cuyo esquematismo despreciaba. Pero de ninguna de las maneras puede
considerarse que la propuesta de regular la libertad sea novedad en el viejo
Popper. Más bien al contrario, desde Mill la idea de que toda libertad es
susceptible de ser mal utilizada se ha repetido constantemente en la tradición
liberal, aunque hoy algún neoliberal la tenga en piadoso olvido. Como había escrito
tajantemente en “Búsqueda sin término”:
“Eso no puede
suceder aquí” es siempre falso: una dictadura puede darse en cualquier parte.
Y el viejo Popper
intuye que en la televisión, precisamente porque anestesia la capacidad
crítica, se esconde un grave peligro dictatorial. Si resulta interesante leer
las reflexiones popperianas sobre la televisión no es porque en ellas se
incluya alguna aportación rompedora, sino porque sitúa de una manera lúcida al
liberalismo frente al reduccionismo neoliberal y ante los retos de una
“sociedad de la imagen” –más que “de la información”– cuyos primeros atisbos se
producían exactamente por entonces a través de la concentración de capital en
grandes grupos mediáticos. Para Popper, la libertad no es una fiesta ácrata, ni
la consecuencia de una serie de golpes audaces de todos contra todos,
promovidos por seres egoístas y aplicados con lógica darwiniana. Por el
contrario, en “Against Television” afirmará tajante que:
Toda libertad debe
ser limitada. No hay libertad que no tenga necesidad de ser limitada.
Recordar ese
apotegma popperiano puede ser muy útil a la hora deslindar campos. En el
pensamiento político de Popper, creer que una sociedad puede subsistir
desregulándolo todo, y desmontando cualquier tipo de norma en nombre de una
supuesta libertad ácrata, constituye una ingenuidad o una crueldad
injustificable, con consecuencias nefastas hacia los más desfavorecidos. Si el
último Popper se vincula a la causa de los críticos de la televisión –bastante
activos ya por entonces en Estados Unidos– es, estrictamente, porque considera,
coherentemente con el designio que abarca toda su obra, que una sociedad de
libertades no ha de ser de ninguna manera insensible al desorden, a la
violencia y a la miseria moral, que para él la televisión –como instrumento al
servicio de una ideología potencialmente totalitaria– propugna e incluso
magnifica.
Sin embargo, Popper
era todo lo contrario tanto de un tecnófobo como de un tecnófilo. Para él, el
mundo de la cultura se constituía, fundamentalmente, como un mundo de libros.
La tecnología muestra el poder del espíritu humano, pero ese poder tanto puede
dar de sí para el desarrollo de la dignidad del hombre como para la esclavitud.
En su discurso de agradecimiento del Premio Internacional Catalunya (1989)
después de un extenso elogio del libro, en su párrafo final matizó:
No quisiera acabar
con libros aunque sean tan importantes para nuestra civilización. Es más
importante no olvidar que una civilización se compone de hombres y mujeres,
individuales y civilizados, de individuos que quieren vivir una vida plena y
civilizada. Este es el objetivo al que los libros y nuestra civilización han de
contribuir y creo que ya lo hacen.
Los libros, como el
arte y como las imágenes de la televisión, son instrumentos; y su valoración ha
de ser hecha en clave moral: son buenos cuando ayudan a desarrollar las
actitudes y los valores que conducen a una sociedad abierta. Y devienen malos,
irremisiblemente, si impiden la mejora social, o si conducen a falsear la realidad,
a dogmatizar y a confundir sobre los objetos de la vida moral. En este sentido,
la consideración sobre el arte que ofrece la obra popperiana es de raíz
platónica: arte y literatura (o en este caso: televisión) han de ser
considerados por su fuste moral. Todo hay que decirlo: Popper, nacido en 1902,
vivió siempre sin televisor en casa y se enorgullecía de ello. Pero no estará
de más recordar que el año de su muerte (1994) fue el del definitivo estallido
público de Internet, hasta entonces básicamente reducido al ámbito militar y
académico, con lo que, sencillamente, no pudo hacer ninguna mella en él la
supuesta emergencia de la sociedad comunicacional mundial que por aquel
entonces Internet parecía inaugurar.
Sería tan fácil
como falso reducir su protesta contra la televisión al estéril lamento de un
hombre de la “galaxia Gutemberg” obligado a vivir en tiempos de “galaxia
McLuhan”. Si Popper dedicó ímprobos esfuerzos durante los dos últimos años de
su vida a denunciar la televisión como instrumento antidemocrático no es por la
cabezonería del anciano que se siente ya incapaz de seguir la velocidad de los
cambios tecnocientíficos, sino –muy al contrario– porque, siendo coherente con
su comprensión del mundo, la televisión se iba consolidando como una peligrosa
herramienta potencial contra la democracia. La televisión no es una herramienta
neutral, sino que destila ideología y, en este sentido, debe ser controlada. El
argumento popperiano contra la televisión se sitúa en el contexto de una
intuición muy común en el pensamiento liberal: la de que ninguna civilización
puede subsistir en el desorden. En opinión de Popper la televisión pone en
peligro la civilización porque instala el desorden y la violencia, es decir,
los enemigos más elementales del orden civilizador, en el comedor y en la sala
de estar de cada casa. Como dirá en su entrevista “Against Television” para la
RAI:
La civilización es
la lucha contra la violencia. Es progreso civil, es lucha contra la violencia
en nombre de la paz entre las naciones, dentro de las naciones y, antes que
nada, dentro de nuestra casa. La televisión constituye una amenaza para todo
eso.
Para el
liberalismo, el criterio valorativo fundamental de una vida digna –y por ende
de un modelo de civilización– no se halla ni en los libros, ni en la
televisión, ni siquiera en la tecnología, sino en la libertad de los humanos. Y
es eso mismo lo que, en su opinión, se ponía en entredicho con una televisión
sin regulación de ningún tipo, donde finalmente la voz de unos pocos magnates
podía ahogar toda una sociedad. En unas líneas especialmente lúcidas, Popper
afirma:
No deberíamos tener
ningún poder político incontrolado en una democracia. Ahora bien, ha sucedido
que la televisión se ha convertido en un poder político colosal,
potencialmente, se podría decir, en el más importante de todos, como si fuese
Dios mismo el que hablara. Y así será si seguimos permitiendo el abuso. Se ha
vuelto un poder demasiado grande para la democracia. Ninguna democracia puede
sobrevivir si no se pone fin al abuso de este poder.
Para valorar esa
especie de última cruzada popperiana no estaría de más recordar que
históricamente –o si se prefiere desde el último tercio del siglo XIX, con la
aparición de las rotativas y, con ellas, de los grandes periódicos en Europa–
el poder político había utilizado la prensa y en general los medios de
comunicación como un instrumento para popularizar las ideas que cada grupo
social defendía. En definitiva, la prensa y la competencia entre periódicos de
orientación distinta, representaba una garantía de la concurrencia democrática
o, como quería el tópico, se convertía en un “parlamento de papel”.
Pero desde mediados
de los años ochenta del siglo XX, coincidiendo con la posibilidad de disponer
en Europa de cadenas de televisión privadas, el modelo empezó quebrarse: la
prensa y la televisión dejaron de ser una herramienta más en el instrumental de
la democracia pluralista, para considerarse a sí mismas, paulatinamente, como
una finalidad “per se”: las creadoras –y ya no un espejo– de la realidad
social. Ello otorgaba a los magnates de los medios una autonomía cada vez más
absoluta respeto al juego democrático. Potentes grupos multimedia, muchas veces
de muy dudosa viabilidad financiera, se dedicaban a crear “imagen”, o a arropar
políticos, para conseguir a cambio beneficios al filo de la legalidad y de
difícil justificación. Incluso, dando un paso más, los propios dirigentes de
grupos empresariales de comunicación se convertían directamente en actores
políticos con intereses propios, instrumentalizando la organización mediática
para facilitarse a sí mismos el acceso al poder (caso de Berlusconi en Italia,
o posteriormente de Bloomberg en la alcaldía de Nueva York).
El último combate
de Karl Popper fue, así, una clara reivindicación de la democracia liberal más
tradicional, al estilo que él la había defendido toda su vida, como
concurrencia de ideas, pero en el contexto de unos cambios políticos que
intuye, a la vez, significativos y muy peligrosos para el liberalismo clásico,
entendido como reivindicación de la diferencia, de la libre competencia y de la
crítica. El mismo tono de denuncia que había usado contra el totalitarismo
político aparece en su crítica a la televisión para proclamar que hay también
un peligro intrínseco de totalitarismo en una herramienta que, como es el caso
de la televisión privada, parece mantenerse exclusivamente del mercado. Ya en
su citada última conferencia en Barcelona, Popper había recordado que:
El uso incorrecto
de la libertad acaba generando una reacción contra la libertad y pone en
peligro, por tanto, su misma existencia continuada.
Lo que en opinión
de Popper está sucediendo en el mundo es que la televisión sin control, y
regida por la pura “lucha por la audiencia” se convierte en una herramienta al
servicio del totalitarismo. Bajo una apariencia de empresa privada se ventilan
cuestiones de interés público; pero no se permite ni la crítica ni el efectivo
acceso a ese instrumento de las diversas idea en condiciones de transparencia
y, por el contrario, se potencia la censura. Con el desarrollo de nuevos
monopolios (ahora privados) de televisión se hace patente un uso perverso de la
idea de libertad: el que pone a los lobos a guardar las ovejas. La “ideología
dogmática” de la desregulación absoluta, no sólo no aumenta la libertad sino
que hace imposible el progreso moral.
Llegados a este
punto es necesario recordar que el pensamiento popperiano es definido como un
“racionalismo crítico”, pero que en su obra el uso del concepto de “crítica”
tiene algo más que resonancias del marxismo que le fascinó de joven. Como
escribió Fred H. Eidlin, rememorando una opinión que había mantenido Isaiah
Berlin, “Popper es el mejor marxista”. Para Sir Karl, como para Marx, criticar
es una labor fascinante en ella misma. La crítica constituye el instrumento del
progreso y, por lo tanto, significa lo mismo que eliminar el error. Cuando
Popper dice de algo que “merece la crítica” hace exactamente un elogio: sólo
por la crítica progresa la ciencia. A diferencia del uso vulgar del concepto,
sinónimo de “destruir” o “rechazar” (o de la idea kantiana de crítica como
construcción de un edificio para la razón), Popper concibe la crítica como un
instrumento de selección y de mejora de las teorías, con valor provisional y
con un trasfondo moral.
En este contexto,
Popper ve en la televisión una herramienta capaz de convertir en banal
cualquier crítica y, precisamente por ello, la sitúa en centro mismo del campo
de los adversarios de las sociedades abiertas. El argumento de Popper contra la
televisión podría formularse de una manera muy simple: o se opta por la
televisión o se opta por la crítica. Entre ambas opciones no hay término medio.
Llegados aquí, hay que recordar que la sociedad abierta implica, además de toda
una panoplia de leyes y constituciones garantistas, dos convicciones morales
básicas, que han de ser compartidas y arraigadas en el conjunto de la sociedad:
la educación en la habilidad de crítica y la erradicación de la violencia. Pues
bien, ambas cuestiones esenciales en el ámbito de los valores son puestas en
cuestión por la degradante prepotencia televisiva. La misma necesidad de captar
audiencia conlleva que:
Las estaciones
televisivas para conservar su audiencia debían producir cada vez más material
de mala calidad, ordinario y sensacionalista. El punto esencial es que el
material sensacionalista difícilmente es también bueno.
El éxito en televisión
se busca promocionando la estupidez y lo fácil, inclusive a costa de
promocionar nuevas formas de superstición. Puestas así las cosas, la televisión
deja de ser instrumento educativo y pasa a hacer apología de la violencia
porque, sencillamente, la violencia “vende” y amplia (¡pero no mejora!) la
audiencia:
Basta con tomar el
frasco de la pimienta e impregnar con su contenido las transmisiones y con ello
un responsable de televisión puede pensar que todo está resuelto (...)
[A través de la
televisión] ... estamos educando a nuestros niños para la violencia y si no
hacemos algo, la situación se deteriorará, porque las cosas se dirigen siempre
en la dirección que presenta menor resistencia.
Es importante
recordar que en el liberalismo, por lo menos desde que Mill teorizó sobre el
utilitarismo de las reglas, en contraposición al utilitarismo de los actos
benthamiano, el puro acto de desear algo no convierte, sin más, ese “algo” en
moralmente bueno. Precisamente una de las ideas centrales de John Stuart Mill,
fue la de que no debe confundirse jamás “felicidad” con “satisfacción”.
Constituye, pues, una falacia afirmar que la televisión: “ofrece lo que la
gente quiere”, como afirman muchos programadores televisivos. No es democrático
“dar basura” con la excusa de que alguien la pida, sino que, muy al contrario,
lo democrático consiste en dar razones, en ofrecer diversidad y en aumentar la
educación, entendida como posibilidad de conocer para elegir en libertad. En su
texto póstumo, Popper no deja de recordar el debate que mantuvo en su momento
“con el responsable de una televisión [alemana] que acudió a escucharme, junto
con alguno de sus colaboradores”. Vale la pena leer el fragmento:
La discusión que
sostuve con él fue en realidad increíble: pensaba que sus tesis estaban
sostenidas por las “razones de la democracia”, y se consideraba obligado a ir
en la dirección que sentía como la única que se hallaba en posibilidad de
comprender, en la dirección que creía “la más popular”. Ahora bien, no hay nada
en la democracia que justifique las tesis de ese jefe de la televisión, según
el cual el hecho de ofrecer transmisiones a niveles cada vez peores desde el
punto de vista educativo correspondía a los principios de la democracia “porque
la gente lo quiere”. ¡De esta manera, nos veríamos obligados a ir todos al
diablo! (...) Al contrario, la democracia siempre ha procurado elevar el nivel
de la educación; es ésta una vieja, tradicional, aspiración. Las ideas de ese
señor no corresponden para nada a la idea de democracia, que ha sido y es la de
acrecentar la educación general, ofreciendo a todos oportunidades cada vez
mejores.
La “falacia de la
audiencia” es obvia: cuando no hay posibilidad real de escoger entre opciones
televisivas realmente distintas, falta la condición primordial para que pueda
considerarse seriamente que el criterio de audiencia es democrático. Además la
democracia es un criterio procedimental y cualitativo. Cuando no hay
transparencia en los procedimientos y se reduce lo democrático a lo puramente cuantitativo,
no tiene estrictamente sentido hablar de democracia, por lo menos en la
acepción liberal del término. Popper, pues, culmina su obra política en un
ejercicio de lucidez, identificando a los nuevos enemigos de la sociedad
abierta, que ya no son los hegelianos historicistas, sino quienes desde una
comprensión unilateral del liberalismo confunden la democracia con la pura
desregulación del mercado, que no deja de ser una de las estrategias de la
política, pero que en ningún caso constituye la finalidad o el objetivo del
pensamiento liberal.
Su propuesta
alternativa es simple: la televisión necesita del control democrático y la
forma de lograrlo sería exactamente la misma que existe ya en otros ámbitos
como, por ejemplo los médicos, es decir, el control interno sobre los
profesionales obligados a cumplir con reglas claras y tajantes de ética
profesional. Hay que exigir que sean los mismos profesionales quienes regulen
la profesión con una normativa ética de obligado cumplimiento. En la entrevista
“Against Television” lo formula así:
Para tener la
licencia que permitiese trabajar en televisión sería necesario haber superado
con éxito un examen y haber prestado juramento, del mismo modo que los médicos
obtienen una licencia para trabajar en un hospital.
En el último
artículo, Popper concreta algo más su propuesta: en el examen para obtener
licencia de expendedor televisivo será necesario que:
Los candidatos
demuestren no sólo el haber aprendido la materia, sino también estar
conscientes de su responsabilidad educativa en lo que respecta a la audiencia.
Y deberán prometer mantenerse fieles a esta responsabilidad, obrando en
consecuencia. Quien realice televisión deberá saber bien cuáles son las cosas
que se han de evitar y cómo impedir que su actividad tenga consecuencias
antieducativas.
La propuesta
popperiana no hace, pues, referencia al control sobre las empresas mediáticas,
sino a las condiciones de acceso de los profesionales (incluyendo técnicos y
camarógrafos) cuya labor se desarrollará en las corporaciones televisivas. En
definitiva, la libre empresa, en la que Popper siempre creyó, puede ser también
un instrumento para luchar contra el embrutecimiento del medio, y resulta
infinitamente mejor que cualquier monopolio, en la medida que sea posible
realizar una televisión “limpia”. El control de la televisión, como siempre en
Popper, no se plantea en el ámbito de estructuras, elementos puramente ideales
y sin responsables conocidos, sino en el ámbito de los individuos con
responsabilidades personales claras.
El problema de la
sociedad de la información, y Popper supo verlo claramente a sus 92 años, es el
de la brecha entra las posibilidades tecnológicas, cuyo uso también podría ser
potencialmente liberador, y el desarrollo de estrategias antidemocráticas para
su control político. La televisión puede ser así el instrumento que pervierta
desde dentro las sociedades abiertas, confundiendo deliberadamente en las
mentes de los individuos “satisfacción” con “felicidad”. No discutiremos aquí
el tema, más arduo, del valor de verdad de la crítica popperiana a la
televisión, en lo que hace referencia a la extensión deliberada de herramientas
psicológicas para inducir comportamientos de fascinación –y no sólo de
violencia o de sexualidad–, donde seguramente actúan mecanismos psicológicos
que van más allá de lo político. El complejo mundo del deseo ha encontrado en
la televisión un campo que hoy no cabe definir sólo con un instrumental
conceptual popperiano. Seguramente Konrad Lorenz, buen amigo de infancia y
condiscípulo de Popper, hubiese añadido algo sobre el “imprinting” de la
televisión, no tan lejano al mecanismo que él estudió en las ocas y los gansos.
Pero, valgan lo que valgan las propuestas del último Popper, no se podrá decir
que el mejor pensador liberal del siglo XX no nos advirtió sobre los nuevos peligros
totalitarios de la sociedad de la imagen, que en el decenio posterior a su
muerte se han ido haciendo cada vez más obvios y siniestros.
“Así, parece que , como preámbulo
a toda acción política racional, debemos tratar primero de aclarar todo lo posible nuestros objetivos
políticos últimos, por ejemplo, acerca del tipo de Estado que consideramos el mejor, y sólo
después podemos empezar a determinar los medios que pueden ser más adecuados para
realizar este estado o para dirigirnos lentamente hacia él, al considerarlo como el propósito de
un proceso histórico que –en cierta medida- podemos influir y conducir hacia el fin elegido”.
“Pues bien, es precisamente a la
concepción esbozada a la que llamo utópica”. “Trabajad –dice Popper- para la eliminación de males concretos, más que para
la realización de bienes abstractos. No pretendáis
establecer la felicidad por medios políticos. Tended más bien a la eliminación
de las desgracias concretas. O, en
términos más prácticos: luchad para la eliminación de la miseria por medios directos, por ejemplo,
asegurando que todo el mundo tenga unos ingresos
mínimos. O luchad contra las epidemias y las enfermedades creando hospitales y escuelas
de medicina. Luchad contra el analfabetismo como lucháis contra la
delincuencia. Pero haced todo esto por medios directos. Elegid lo que consideréis
el mal más acuciante de la sociedad en que vivís y tratad pacientemente de
convencer a la gente de que es posible librarse
de él. Pero no tratéis de realizar estos objetivos indirectamente, diseñando
y trabajando para la realización de un
ideal distante de una sociedad perfecta”. Esa suposición se alimenta, claro
está, del supuesto de que algunos tienen una naturaleza más perfecta que otros
y que, por ende, ya desde el partido, la clase o tal o cual religión, están
justificados en forzar a los demás a la obediencia para lograr el sistema social
perfecto. Yo sé más que tú, soy mejor que tú, tú no sabes lo que quieres,
necesitas protección, por lo tanto, obedéceme.
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