...hace unos días y
con relación al tema afirmábamos en el blog El Aguante Populista...
¿Cuáles son los
preceptos de la Escuela de Frankfurt que Forster supuestamente ha abandonado?
Sarlo deduce o supone que Forster, por haber aceptado ese puesto, tuvo
necesariamente que traicionarse a sí mismo y a tan ilustre línea de
pensamiento. Más allá de no dar precisiones es muy lineal el razonamiento. Por
ejemplo mi formación filosófica, humanística y política incluye elementos de la
escuela de Frankfurt, del existencialismo de J.P Sartre y de la epistemología
de Popper, sobre todo la idea de la falsación. Vea que cuestión interesante.
Popper es un teórico del liberalismo al que yo admiro profundamente, sin
embargo jamás ha sido desconsiderado con el pensamiento de sus opuestos. El “La
Sociedad Abierta y sus Enemigos” critica duramente al marxismo pero en ningún
momento ataca a sus adversarios tratando de enlodar sus percepciones e ideas
con pretextos mercantilistas. Incluso destaca la sincera preocupación de Marx
por los sectores menos favorecidos de la sociedad. Yo mismo en los ochenta era
un marxista encriptado. A esta altura de mi vida sólo tomo aquello del marxismo
que observo científicamente irrefutable. ¿Me estoy traicionando filosóficamente
por adherir al pensamiento nacional y por sentirme parte del Kirchnersimo? ¿Qué
era sino Juan José Hernández Arregui sino un actor del pensamiento nacional
cuya visión de mundo era marxista? ¿Acaso traiciono al Kirchnersimo por no
adherir a Laclau?. Adorno, Benjamin eran básicamente marxistas. Sarlo marca una
supuesta contradicción como argumento cuando la existencia de una contradicción
de ningún modo puede tomarse como tal. Si el punto es lo que antes pensaba
Forster, debo situarme con honestidad en esa misma temporalidad teniendo en
cuenta cuál era mi visión del mundo en ese momento. No puedo alegremente hablar
de las contradicciones ajenas de manera pecaminosa exceptuándome de la
discusión, señalando traiciones intelectuales que el hombre no tiene por qué
tener y que sólo viajan en el prejuicio de la pensadora. Usted pregunta: ¿Cómo
sabe si Sarlo fue capaz de sostener el hilo de su pensamiento en medio de una
conversación telefónica? Disculpe. Yo no me atrevería a subestimarla de ese
modo. Es Beatriz Sarlo. Además hizo todo lo honestamente posible para
menoscabar al pensamiento nacional. Y le reconozco su honestidad porque
pudiendo haberse montado a las exageraciones de sus interlocutores prefirió
mantener un hilo de prudencia. Nelson Castro por ejemplo, sin ir más lejos ya
tildó a Forster como una suerte de Goebbels, camino que seguían sin barreras
Lanata y Magdalena. ¿Cómo que no está hablando ni para usted ni para mí? Está
hablando públicamente en un medio de comunicación sobre una decisión política
de un gobierno
Viernes 20 de Junio de
2014 Página 12
El pensamiento nacional sólo puede ser
una reinterpretación, una creación nueva y una renovada oportunidad crítica.
Lejos de ser una herencia acabada y designada con nombres fijos, es una
remodelación permanente, una revisita. Tiene en primer lugar la obligación de
“desfazer un entuerto”, desligarse de un canon fijo que lo limita
exclusivamente a lo que se ha conocido como revisionismo histórico. ¿Para
despreciarlo, para arrojarlo al rincón de los trastos viejos? De ninguna
manera, sino para hacer su necesario, su imprescindible balance. Indagándolo en
un nuevo acto de exploración. Es hora de un arqueo de ideas en la Nación, o
dicho de otra manera, de reexaminar con más agudeza el parpadeo incesante de
las ideas en la República. La historia de Juan Manuel de Rosas escrita a
principios de los años ’20 por Carlos Ibarguren es precaria, pero trae la
memoria de Saldías en relación con el interés que habían despertado en Renán
los papeles escritos por el desterrado de Southampton, al punto que este
decisivo escritor de la “reforma moral e intelectual” en Francia (influyente
sobre Sarmiento y años después sobre Gramsci) se propone publicarlos con un
prólogo suyo. Este es un episodio pleno del pensamiento nacional, el interés
que despierta en un estudioso de la Nación (el famoso escrito de Renán aún es
útil y provocante), demuestra que no hay pensamiento nacional si no provoca la
interrogación entusiasmada de las tribunas donde sienta su atributo la
filosofía universal.
La memoria de Jauretche no puede servir
de pretexto para encajonar su pensamiento en unos pocos moldes, confinados en
previsibles consignas. Basta recordar su carta a Ernesto Sabato en 1956; es una
crítica al libro El otro rostro del peronismo, pero escrita con sutileza y
respeto, intentado un diálogo con el pensamiento “dialéctico” (que le atribuye
a Sabato). En el mismo año, Martínez Estrada, el abominado, el vilipendiado,
escribe el ¿Qué es esto?, que podemos considerar el máximo libro antiperonista
y asimismo la máxima comprensión de los mecanismos profundos del peronismo.
Jauretche lo critica con su estilo: la distancia irónica, el sabor payadoresco
y una teoría empirista del sentido común en la lengua patrimonial de un edén
criollo. No podemos considerar hoy ni que Jauretche poseía el talismán de la
refutación eternizada ni Martínez Estrada el caudal de todos los errores. Eran
escritores de muy diferente estilo, y esa diferencia es hora de verificarla con
instrumentos efectivos del conocimiento, de carácter conceptual y retórico. Es
esa misma diferencia, desentrañada y constituida, la prometida utopía de lo
nacional. Sin volver los pasos sobre el acervo de los textos argentinos con
novedosa intención hermenéutica, deshaciendo la capa sedimentada que los
recubre de exégesis y disquisiciones ociosas, que si no nacían equivocadas eran
recibidas por públicos ansiosos de estereotipos, es muy difícil repensar ningún
problema sustantivo del país.
Borges es tema siempre caliente. Luego
de Sarmiento, es nuestro máximo escritor nacional. Pero ésta no puede ser una
afirmación intrascendente ni caprichosa. Es necesario internarse en las
estructuras de un pensamiento geométrico, casi estructuralista, que esconde mal
un existencialismo trágico que formalmente repudiaba. Todo lo que Borges afirma
contiene su contrario sin ser dialéctico; todo lo que Borges niega puede ser
puesto de cabeza como efecto de su propio juego ficcional, haciéndose necesaria
la lectura a contrapelo, la interpretación por la inversa. El afán meramente
literal es adversario notable del pensamiento nacional y de todo pensamiento.
Lo literal, meramente, cree ver en los escritos y los pensamientos tan sólo lo
que ellos dicen que son. Ni siquiera las grandes consignas políticas,
destinadas a llevar a la acción a los hombres, deben interpretarse literalmente.
No hay pensamiento, nacional y ni ningún otro, si el intérprete no pone la
literalidad de lado y no es capaz de imaginarse frente a cualquier texto como
Hamlet y Laertes frente a la tumba de Ofelia. Revolcándose en el suelo entre
los linajes ya fenecidos, para intentar revivirlos o, por lo menos, entrar en
cauta desesperación frente a ellos. ¿Qué nos quieren decir? No se puede pensar,
o sentirse en pensamiento, si no consideramos que nuestras preguntas son
siempre incautas, o bien no alcanzan, o bien son demasiadas, o bien son
excedentes de pensamientos cancelados que anuncian el pensamiento que adviene.
Scalabrini pensó Gran Bretaña en forma crítica para pensar la Argentina. Eran
sabidurías cercanas a la alegoría, tal como Marechal puso a Antígona en la
pampa, Borges puso Triste-le-Roy en Adrogué, y viceversa, y Cortázar puso París
en Buenos Aires, y viceversa.
Pensar es sustraer la trivialidad que
hay en todo pensamiento. Lo contrario es acatar dogmas que ya nacen escritos
como tales. El pensamiento nacional que estamos imaginando tiene raíces en el
polemismo que fundó la Nación. Digamos algunos de sus capítulos más conocidos:
Pedro de Angelis versus Echeverría; Sarmiento versus Alberdi; Alberdi versus
Mitre; Mitre versus Vicente Fidel López; Ingenieros versus Groussac; Lugones
versus Deodoro Roca; Borges versus Américo Castro; Jauretche versus Martínez
Estrada; Martínez Estrada versus Borges; Lisandro de la Torre versus monseñor
Franceschi; Milcíades Peña versus Ramos; Cooke versus Jauretche; Scalabrini
versus Pinedo; Roberto Arlt versus Rodolfo Ghioldi; Viñas versus Sabato; Borges
versus Murena; Viñas versus Borges; León Rozitchner versus Murena; Jauretche
versus Luis Franco; Oscar Masotta versus Victoria Ocampo; Julio Irazusta versus
Perón; Perón versus Montoneros. Toda polémica debe desentrañarse en su
presente, pero también en sus modos cambiantes, en el entrecruce extrapolado de
los polemistas. No raramente, muchos de ellos intercambiaron luego su lugar con
el contrincante, en perfectas oposiciones simétricas, como en el cuento “Los
teólogos” de Borges o en la polémica de Sócrates con Protágoras.
¿Qué pensamiento nacional puede haber
sin esta poética de intersecciones que lo recorre en paralelo, antes, durante y
después de constituirse en los vocablos “pensamiento nacional”? El pensamiento
nacional es una coalición heterogénea de estilos que se arman y desarman de tan
diversas maneras que esa misma movilización de ataduras y desanudamientos es
precisamente una nación, que existe gracias a sus formas abiertas, a su secreto
cosmopolitismo, a su sospechada universalidad condensada en un territorio y en
un memoria que, antes que ser común, se genera en la lucha siempre inconclusa
por considerarse común. Toda identidad se compone de una o varias polémicas en
su interior, latentes y no resueltas.
La expresión revisionismo histórico
cuenta con nuestra simpatía, siempre que sea tomada en sus múltiples
significaciones. Dijimos que el pensar nacional no debe modelarse en el alma
literal de las definiciones, sino en sus diversos planos contrapuestos entre
sí. Ernesto Quesada fue un memorable antecedente del revisionismo, a partir de
una sociología historicista del orden. Ricardo Rojas escribió La restauración
nacionalista cuando joven, y ante las críticas recibidas debió mostrar que Jean
Jaurès y Enrico Ferri, socialistas europeos, sostenían sus posiciones. Lugones
pensó una restauración nacionalista con base helénica. El peronismo de los
orígenes se basó en el pensamiento de Clausewitz y en frases de Spengler y
Jenofonte. Yrigoyen era fiel lector del remoto filósofo de la “oración laica”,
Karl Krause, contemporáneo de Hegel. Esta influencia en el radicalismo duró
hasta el mismo Alfonsín.
La paradoja que debe evitar cualquier
pensamiento, cuanto más uno que se diga nacional, es hacer del legítimo anhelo
revisionista un número calcificado de verdades inmutables. En Gramsci lo
nacional es una voluntad colectiva que se basa en metáforas y en las formas
activistas de las leyendas heredadas, a ser buscadas a modo de un revisionismo
histórico en Dante y Maquiavelo. Consideraba a Trotsky cosmopolita y a Lenin un
“tipo humano nacional”. Ninguno de los dos términos para Gramsci eran
peyorativos, sino elementos de una reflexión sobre la formación de las clases
sociales en tanto representaciones culturales, y también sobre la traducción
entre ámbitos heterogéneos de la acción. Pensar era crear signos de pasaje y de
transición de lo económico a lo político. El tránsito de lo uno a lo otro lo
llamó catarsis. Así, Aristóteles era el lejano antecedente de Gramsci.
Aprendamos de estos movimientos del
pensar. La historia argentina creó un gran sintagma, enteramente suyo: “la
izquierda nacional”. Hernández Arregui, a su manera continuador de Rojas, fue
su gran exponente. Era discípulo de Rodolfo Mondolfo, el gran pensador judeo
italiano especialista en el mundo antiguo, y que en Italia había discutido con
Gramsci antes de exiliarse en la Argentina. Arregui lo respetaba, pero lo llamó
“sabio extranjero”. Lo decimos con la memoria altruistamente dirigida hacia el
trágico autor de La formación de la conciencia nacional. No sería admisible hoy
pronunciar ese mismo juicio. No sería plausible hoy pensar sobre otra premisa
que no sea la de revisar todo anterior revisionismo.
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