OSCAR WILDE - por Rudolf Rocker


“No debe juzgarse siempre a un hombre por sus actos. Puede cumplir la ley y ser a pesar de eso un criminal; violar las leyes y poseer un carácter noble; ser malo sin cometer jamás una mala acción; puede ser culpable contra la sociedad y no obstante esa culpa puede llevarlo a una perfección verdadera”.

Estas palabras admirables del brillante ensayo de Oscar Wilde El alma del hombre bajo el socialismo, contiene uno de los pensamientos psicológicos más profundos y al mismo tiempo, inconscientemente un rasgo biográfico del poeta mismo. El también se había hecho “culpable contra la sociedad”, en cuyo seno vivía, y ésta tomó venganza del pecador: lo enterró en vida entre las paredes obscuras de una cárcel e infamó públicamente su nombre, borrándolo de la lista de las personas “puras e inocentes”. Ese mismo hombre que había sido uno de los artistas más geniales y valerosos de su época, un hijo de los dioses, nacido en el templo de la inmortalidad, fue arrojado bruscamente desde su luminoso trono poético al abismo profundo de los perdidos, al mundo tenebroso de los “ex hombres”, donde los últimos rayos del amor y de la esperanza se pierden, temblorosos, en la oscuridad eterna.

Entre los muros fríos y grises de una cárcel sangraba el corazón del poeta. Y cada gota de sangre se convertía en un acorde, uniéndose los sonidos en melodías poderosas, en un ritmo sublime de pureza y armonía maravillosas; y el mundo de los expulsados, el mundo de los criminales y ladrones, fue purificado por la sangre del bardo. La prisión obscura se convirtió en un templo y con las lágrimas y los sufrimientos de los infelices, el genio cautivo cantó ese bello poema: “La balada de la cárcel de Reading”, obra maestra de perfección poética.

El que haya leído “La balada de la cárcel de Reading”, esa expresión grandiosa de un alma dolorida y desesperada que exige amor y misericordia para los caídos; quien haya sentido el mortífero dolor moral, el terror horrible que se coloca cual mano helada sobre los corazones de los prisioneros para ahogar sus últimas esperanzas, aquél olvidará que el escritor había ocurrido en pecado contra la sociedad y sólo verá el tremendo crimen que ésta ha cometido contra el artista desdichado.

Con la publicación de un pequeño volumen de poesías, en 1881, Oscar Wilde inició su carrera literaria. En general, se nota en ellas bien poco de la genial individualidad que revelan sus obras posteriores. La forma técnica es aun demasiado fría y rígida y la inspiración no siempre halla su expresión adecuada. No obstante, esos primeros trabajos contienen algunos cuadros de gran belleza, como por ejemplo la composición “Impresión matutina”, que trata de la influencia que ejerce, en Londres, una mañana de otoño. Aquello es algo más que una poesía común: es una pintura poética que produce en el ánimo del lector un efecto indescriptible. Delante de nosotros, a ambas orillas del Támesis, se extiende la ciudad gigantesca y la neblina espesa y pesada atraviesa los puentes cambiando todas las formas. Los edificios sombríos parecen espectros, sombras negras en la atmósfera indefinida y los faroles miran en la neblina con ojos fatigados y enfermos. Al reflejo mortecino de un farol está parada una mujer pálida, de ojos febriles y corazón de piedra.

El cuadro está admirablemente descrito, influye como un recuerdo personal y halla en nuestra alma un eco sombrío y misterioso. Jamás podremos olvidarlo, y en ciertos momentos recordaremos siempre a aquella mujer solitaria de labios rojos y pálido rostro, parada en medio de la bruma obscura, a orillas del Támesis.

En las tentativas poéticas sucesivas se desarrollaron cada vez con mayor precisión la poderosa fuerza creadora y las delicadas formas de expresión de Wilde, hasta que por fin logró escribir su obra maestra La esfinge. Este libro es uno de los monumentos más notables de la literatura moderna, y aun aquellos que no ven en él sino el arte de un decadente no podrán negar la grandeza majestuosa de su realización.

En La esfinge, Wilde nos ofrece un símbolo de la gran tragedia del sexo, una manifestación potente y genial de esas pasiones salvajes que torturan el alma humana, exigiendo constantemente nuevos medios de encanto para ahogar el dolor y calmar las horribles sensaciones de miedo y de terror. En medio de la cálida arena del Egipto, no lejos de las costas fecundas del Nilo, está tendida Ella, semi-mujer y medio bestia; en sus ojos se refleja el gran enigma del Principio y del Fin, de la vida y de la muerte. Hace millares de años que está en el mismo sitio. En la noche de la historia han nacido y han perecido pueblos, se mezcló la vida con la muerte en miles de formas distintas; todos, reyes y mendigos, sacerdotes y guerreros, le han ofrecido holocaustos y ella amó y mató a todos. Ha visto la locura humana en sus manifestaciones incontables, millones de seres le han gritado con voces roncas y labios desecados, bajo el dominio de pasiones violentas, en el éxtasis supremo del deseo sexual. Miembros desnudos se han entrelazado y cuerpos febriles se fundieron para presentar sacrificios a la diosa Astarté. Todo lo ha visto ella, todo lo sabe; el destino de pueblos enteros se desarrolló ante sus ojos, pero sus labios han quedado mudos, igual que el gran enigma de los milenios.

El libro nos recuerda las misteriosas esfinges del pintor belga Fernando Khnopff, que no pueden ser olvidadas una vez vistas. Todos los arcanos ocultos en el fondo del alma humana se reflejan en esas figuras y llegan a nuestros corazones con la misma fuerza sombría que las cálidas palabras del poema genial de Oscar Wilde. Ahí está delante de nosotros, muda y fría como la misma eternidad, pero una voz interior nos dice que esa serenidad magnífica no es más que una pasión reprimida; sentimos el poder invencible de ese fuego infernal que abrasa a mundos y pueblos; esos labios fríos podrían revelarnos el secreto eterno, podrían decirnos la palabra libertadora, pero se mantienen herméticos como el destino inexorable, y tal convicción nos vuelve tristes y melancólicos. Y esta melancolía se extiende cual delicado velo vaporoso sobre la labor poética de Wilde y nos obliga a pensar en lo perecedero de todo lo existente.

Dos aspectos principales constituyen la base de la labor artística de Oscar Wilde: la expresión acentuada de la individualidad y un concepto del mundo puramente estético-filosófico. Para Wilde, el arte lo es todo y su único principio es la belleza. Es un vigoroso defensor del viejo principio griego del “arte por el arte”. Según él, la vida sólo es un medio para una finalidad artística. Toda nuestra cultura no es más que una transformación constante de la naturaleza en formas artísticas. “La vida tiende mucho más a imitar al arte, que el arte a la vida -dice Wilde-; la causa de ello no solamente reside en el instinto vital de hacer imitaciones, sino el hecho de que el objeto de la vida consiste en descubrir una expresión y el arte le ofrece ciertas formas bellas para realizar ese instinto”.

Esta concepción estética del mundo presta al arte de Wilde un carácter admirable, y cuando ella se une a la delicadeza natural de sus sentimientos y sensaciones más íntimas, esa función da origen a magníficos cuadros de belleza indescriptible. ¡Cuán hermosos son en este sentido sus cuentos “El príncipe feliz”, “La rosa y el ruiseñor”, “La casa de las granadas”! ¡Con qué esplendor y con cuánta fuerza se revela allí la imaginación del escritor y qué maravilloso es el colorido de los cuadros que nos presenta con una perfección encantadora! Esos relatos influyen igual que música sobre nuestros corazones y nos trasplantan a regiones lejanas y desconocidas. ¡Y cuán profundo es el pensamiento que encierra esa historia del joven príncipe que sueña que el manto de púrpura y la corona de los reyes están hechos con las lágrimas y los inacabables sufrimientos humanos y por eso los rehúsa el día que quieren proclamarlo rey!

Allí donde el artista logra hallar una expresión pura para esa fina melancolía que domina los sentimientos más hondos de su alma, la impresión que causa es siempre poderosa. Verdad es que Wilde posee también otros méritos brillantes: su ironía mordaz su amargo sarcasmo, sus retruécanos espirituales son cualidades generalmente conocidas, mas nunca producen sensaciones tan puras. Debido a eso, en las obras donde la razón triunfante predomina sobre el sentimiento la impresión no es extraordinaria. Eso puede notarse en las dos comedias Un marido ideal y Una mujer sin importancia. Ambas abundan en ocurrencias ingeniosas y sin embargo, nos dejan fríos y no impresionan mayormente.

Una impresión distinta produce la tragedia La duquesa de Padua, aunque la técnica de esta pieza es todavía defectuosa en partes. El fuego interior, la pasión salvaje, demoníaca, de esta obra, influyen sobre cada nervio del espectador, y no es posible olvidarla. En ella Wilde nos muestra el alma humana en sus transformaciones raras y misteriosas. Todo hombre está sometido a esos cambios de su “yo” interior y jamás podrá comprenderse a sí mismo. En el alma de cada ser humano habita algo extraño, un poder oculto, que puede destruir en cualquier momento el equilibrio íntimo de nuestra existencia moral. El alma humana es sombría y enigmática como el mar; a veces es tersa cual un espejo y brilla a la luz del sol; otras bulle con pasiones salvajes y los sentimientos comienzan a hervir hasta que la acción criminal le devuelve la calma y la redención. Beatrice, la duquesa de Padua, posee un carácter admirable, dulce y delicado; es una de esas mujeres raras que no pierden jamás su pureza natural, su inocencia infantil. Su vida transcurre pacífica y tranquilamente en una mediocridad armoniosa. De pronto aparece en el palacio un extranjero, Guido Ferrante, y dos almas se buscan y se encuentran. En cuadros sublimes celebra el poeta el amor apasionado entre el hombre y la mujer. Beatrice ama, ama con todos sus nervios, con cada gota de su sangre, pero su alma queda pura y cristalina hasta el momento en que el destino está por destruir su amor. Una desesperación salvaje y loca domina los sentimientos de la duquesa. Ya no es la misma Beatrice; es la encarnación viviente de pasiones extraviadas y de instintos sanguinarios y mata al esposo para salvar su amor. Pero, aun en ese momento terrible, permanece pura e inocente y Guido la consuela con estas palabras: “Tu mano ha cometido un crimen, pero tu corazón es puro”. Justificamos el hecho de sangre, sentimos su necesidad, porque el artista presenta las horribles convulsiones del alma con tal maestría que dejamos a un lado las consideraciones morales para ver en el todo la expresión inevitable de una catástrofe natural.

La perfección dramática más completa la ha alcanzado Wilde con su Salomé. Un sentimiento sombrío, horripilante, se extiende cual un velo sobre esta pieza y hace recordar los enigmas de La esfinge o los primeros dramas de Maeterlinck, en los cuales el poder eterno del destino pesa como una carga pesada en el alma de los hombres. Los personajes aparecen ante nuestra vista con tal nitidez cual si fueran figuras de mármol, pero bajo esas figuras bulle un volcán de pasiones salvajes, sobrehumanas, la locura del crimen, la voluptuosidad y el homicidio. La obra se desarrolla en el viejo reino judío de Herodes Antipas, cuando Palestina se hallaba bajo hegemonía de Roma. El argumento está tomado del nuevo Testamento. Era la época en que la clase dominante trataba de olvidar su sumisión a los romanos por medio de orgías que amargaban el corazón del pueblo y producían el descontento entre las multitudes. Y entonces aparece Juan, el profeta, y comienza a predicar a los pobres y a los desventurados. “Tenía su vestido de pelos de camello y una cinta de cuero alrededor de sus lomos; y su comida era langostas y miel silvestre”. En términos vehementes condena el desenfreno de los poderosos y anuncia a los humildes que el reino de Dios no está lejano. Ataca al rey que desposara a Herodías, la mujer de su hermano, y el pueblo se entusiasma con sus palabras rebeldes y lo mira con devoción fanática. La acción se desarrolla en el momento en que Juan está ya cautivo en un pozo guardado por los soldados del rey; Herodes no se atreve a matarlo porque tiembla ante ese predicador salvaje que tanta influencia ejerce sobre las masas. La cruel Herodías exige la sangre del profeta que la ha maldecido en presencia del pueblo señalando sus pecados. Pero sabe que en ese sentido nada logrará del rey y aguarda el momento oportuno. Con un vigor genial pinta el artista el cuadro grandioso de la corte, la atmósfera de lujuria que reina en ella. Y en esa atmósfera vive Salomé, la hija de Herodías. Es casta y tiene el alma incontaminada. Su belleza maravillosa cautivó el corazón de Herodes, quien persigue con ojos apasionados su figura augusta, pero ella se mantiene fría e indiferente y el amor le es aun desconocido. Salomé es todo un carácter. Desprecia la vida que la rodea, ignorando si existe otra mejor. Un buen día pasa delante del pozo donde está encerrado el profeta y de pronto llegan a sus oídos las palabras: “Arrepiéntete, que el reino de los cielos está cercano”. Ella nunca había visto al Bautista, pero sabe que condenó a su madre y maldijo al padrastro. Su voz le produce una extraña sensación; una nostalgia indefinida abraza todos los rincones de su alma; jamás había escuchado palabras semejantes; una mano desconocida ha tocado de improviso las cuerdas más ocultas de sus sentimientos íntimos, y siente el deseo de ver al hombre capaz de pronunciar sentencias tan profundas y enigmáticas. Y Juan sale de su tumba. Salomé se vuelve pálida de terror; no puede soportar su mirada. Allí está delante de ella el profeta del Señor, terriblemente salvaje como la naturaleza eterna. Su rostro es amarillo igual que la cera y demacrado como el de la Muerte, arde en sus ojos el fuego de pasiones sobrehumanas, de sus labios parten maldiciones horribles; pero Salomé nada de eso toma en cuenta: un sentimiento completamente nuevo, el deseo sexual, acaba de nacer en ella. La fiebre invade cada miembro de su hermoso cuerpo; ella ama a ese salvaje, lo ama con una pasión loca, quiere besarlo, desea estrechar su cuerpo enflaquecido, mas él la rechaza con una maldición y vuelve a su cueva. Y Salomé se queda sola, gritando con loca pasión: “¡Déjame que te bese, déjame que te bese!”.

Pero nadie le responde. Y de pronto Salomé comprende todo lo ocurrido y su pasión se transforma en odio mortal. Ella siente que una mano glacial se coloca lentamente sobre su tierno corazón, apagando allí la última chispa de amor. Y resuelve que el profeta debe morir.

En el palacio real se celebran fiestas ruidosas. Pero Herodes está malhumorado. Su corazón se ve agitado por sentimientos sombríos y para olvidarlos ruega a Salomé que baile delante de él. Y ella lo hace. Su cuerpo divino tiembla de pasiones diabólicas. Aquello no es una simple danza: son movimientos sobrenaturales, y el rey pierde todo dominio de sí, sus ojos persiguen con miradas encendidas cada movimiento, y, ciego de pasión, jura concederle todo, aunque fuera la mitad del reino. Se produce una situación terrible, y Salomé reclama fríamente la cabeza del profeta. El esperaba cualquier cosa menos eso; pero ha jurado y debe cumplir. Algunos minutos después le traen a Salomé la cabeza sangrienta de Juan. Ella la toma de los cabellos y sale al jardín. Allí, en la oscuridad, quiere besar los labios muertos que la habían injuriado cuando ella les exigía amor. Como enloquecida aprieta sus frescos y cálidos labios contra la boca yerta del profeta. Pero ese instante un rayo de luz cae sobre ella y el rey descubre la escena horrible… Eso destruye repentinamente su amor y con voz fría ordena que maten a Salomé…

La impresión que produce esa pieza es indescriptible; las bellezas estéticas son maravillosas y el pensamiento del artista está magníficamente desarrollado. Todos los personajes, especialmente Salomé, están presentados con gran nitidez. Wilde ha ofrecido con su protagonista un tipo de extraordinaria fuerza y energía. Salomé es grande en todos sus actos y si se quiere juzgarla debidamente hay que dejar a un lado el concepto del “bien y del mal” y tomar en cuenta la unidad de su carácter.

La censura teatral inglesa, una de las instituciones más medievales y reaccionarias de Europa, prohibió, claro está, la representación de la obra, a causa de sus escenas “inmortales” y eróticas. Sobre esos pequeños filisteos. Salomé produjo una impresión terrible y fácil es de imaginar con qué energía se empeñaron en salvar la moral social, esa moral que en el fondo no es más que una sarta de mentiras convencionales y de máscaras de hipocresía.

De una manera más profunda ha desarrollado Oscar Wilde el carácter íntimo de sus conceptos en la hermosa obra El retrato de Dorian Grey. Este libro es una ilustración maravillosa del estado de alma en que se halla el hombre moderno. La lucha trágica entre la razón y el sentimiento, que tan importante papel desempeña en la vida de los contemporáneos, está expresada en esta obra de una manera maestra y recuerda frecuentemente los sombríos estados de ánimo del escritor polaco Stanislav Przybysiewski. Dorian Grey posee un cuadro maravilloso, su propio retrato, que se transforma a medida que él cambia. Es un hombre de una belleza clásica y esa hermosura queda la misma durante toda su existencia. Su vida es una serie de vicios desenfrenados, lujurias y crímenes. Goza de la vida en mil formas distintas; el placer es su principio vital, prueba todos los goces, pero nunca queda satisfecho; su instinto satánico lo impulsa constantemente hacia nuevos placeres y nuevas pasiones. Y esa vida desarreglada no ejerce la menor influencia sobre su físico; en su rostro se refleja la eterna belleza de la juventud.

Empero, Dorian Grey ha olvidado que existe otro yo, espejo misterioso del alma, que no se cambia mediante el físico exterior. Los hombres olvidan generalmente ese segundo yo interno, temen echar una mirada sobre ese espejo misterioso de alma; pero hay ciertos momentos en la vida del hombre en que el alma se siente solitaria porque pierde el interés por todo fenómeno exterior y sólo se ocupa de sí misma. Esas horas no son frecuentes, pero existen y cuando llegan el hombre siente la respiración pesada del destino eterno. Dorian Grey conoce también esos momentos y entonces es cuando se acuerda de su retrato. Mas éste constituye para él la peor fuente porque el retrato le muestra con cruel precisión el estado de su alma. En medio de la tormenta de las pasiones desenfrenadas, su “yo” físico se ha conservado joven, mas su “yo” moral se ha puesto débil y marchito. Contempla el retrato, pero lo que se ofrece a su vista ya no es el hermoso y soberbio Dorian Grey, sino un anciano gastado, de mejillas marchitas y profundas arrugas en la frente. Y los rasgos del cuadro se vuelven cada vez más horrorosos y, finalmente, Grey no ve más que una horrible caricatura de lo que antes había sido. Y siente la verdad, la tremenda, la terrible verdad; sabe que el retrato no miente; que su aspecto exterior es joven y fresco, pero que su alma ha encanecido y su corazón se ha tornado viejo y desecado. Y esta verdad lo persigue día y noche; no puede hallar reposo, el retrato horrible es su pesadilla, la voz interior que no cambia por las circunstancias exteriores. Por fin, su odio al cuadro se hace tan grande que trata de destruirlo a fin de librarse de su horrible presencia. Pero el acero que destruye el retrato hiere su propio corazón. La destrucción del cuadro es el suicidio de Dorian Grey.

Esta obra nos recuerda el cuento de Edgar Poe, “William Wilson”. Pero mientras que el cuento de Poe sentimos exclusivamente el miedo y el terror, en Dorian Grey las bellezas estéticas y una profunda idea filosófica desempeñan un papel predominante.

En 1895 llegó a Oscar Wilde la catástrofe. El asunto es demasiado conocido para que lo repitamos. El artista fue condenado a dos años de trabajos forzados por haber mantenido relaciones homosexuales con lord Alfredo Douglas. Ese proceso, así como la sentencia, es uno de los actos más vergonzosos que imaginarse puede. Wilde fue sencillamente aniquilado por la condena. Todo lo perdió, y los editores hipócritas hasta se negaron a vender públicamente sus obras, por no ofender los llamados “sentimientos morales” de la “buena sociedad”. El favorito de las musas, el hombre que estaba en la cúspide de la literatura inglesa, se convirtió bruscamente en un pobre prisionero, condenado a los más terribles dolores físicos y morales. Y en ese estado de ánimo escribió aquel poema maravilloso: “La balada de la cárcel Reading”. Existen pocas obras literarias en que el dolor humano haya sido expresado con tanta perfección majestuosa como en esos hermosos versos que el poeta publicó con el pseudónimo del número de su celda: C. 3. 3. En ese poema magnífico desaparecen todas las diferencias del mundo exterior. El poeta está ligado al asesino; el dolor común iguala a todos. Nadie que haya leído esa pequeña obra maestra podrá olvidar al joven soldado que mató a su amada por amor. Los jueces lo condenaron a muerte y él pasa sus últimos días en la prisión de Reading. Oscar Wilde describe las últimas escenas de la vida perdida de un hombre, con tal vigor dramático que cada palabra penetra en el alma igual que un fuego sagrado. Todas las mañanas los prisioneros contemplan al joven soldado con miradas de espanto; saben que debe morir y sus corazones empiezan a llorar con lágrimas de sangre. Y cuando llega la última noche, nadie duerme en la cárcel. El terror y la desesperación se han extendido en todos los pechos y los viejos criminales lloran e imploran, cada cual en su celda, como niños inocentes. Y cuán hermoso es el motivo del poema:

Yet each man kills the thing he loves,
By each let this be heard:
Some do it with a bitter look,
Some with a flattering word
The coward does it with a kiss,
The brave man with a sword.

(¡Y sin embargo cada hombre mata lo que ama, óiganlo todos: Algunos lo hacen con una mirada de odio, otros con palabras acariciadoras, el cobarde con un beso, el valiente con una espada!)

Al salir de la cárcel, el poeta abandonó Inglaterra, yéndose a Francia. Allí vivió bajo el nombre de Sebastián Melmoth, retirado y abandonado por todos. Su situación material era también mala y el mismo hombre que llevara antes una vida de lujo pasó sus últimos años en la miseria y en la soledad. En 1900 falleció Wilde. Su amargo destino y los terribles sufrimientos materiales y morales lo quebrantaron por completo. Después de su muerte se publicó su De Profundis, libro de gran fuerza y belleza.

Oscar Wilde mismo es una figura dramática en el arte moderno; su sino horrible lo ha convertido en un verdadero mártir. El hombre que ha escrito con la sangre de su corazón aquellas sublimes estrofas en la cárcel, vivirá siempre en nuestros corazones como “el prisionero de Reading”.




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